Uno de los aspectos más sobresalientes de nuestra cultura moderna es su incapacidad para poner las cosas en su justa perspectiva histórica, incapacidad que proviene sin duda de la manera cómo se nos educa desde la guardería. Debido a esta renuncia voluntaria a la historia de nuestra sociedad, todo es juzgado no según la congruencia o no con el pasado, ni por su adecuación a la verdad, sino por si se corresponde o no con la manera de pensar de nuestra época. El presente se convierte así en el criterio y norma de la verdad, lo cual en el fondo está basado en una cierta concepción absolutista de la relación entre el poder y la verdad.
Esta manera de pensar, la entronización del presente, es característica de así llamado modernismo, que es la ideología de la modernidad o, lo que es lo mismo, la civilización nacida de las revoluciones industrial y francesa, en la cual vivimos nosotros hoy. Tradicionalmente la Iglesia católico romana ha tenido una actitud de rechazo frontal y de condena del modernismo, no sólo por sus doctrinas políticas (laicismo, pluralismo religioso, etc.) sino también por los errores y efectos negativos que supone su aplicación en el orden de la religión, la teología y la fe.
Durante todo el siglo XIX fueron los papas de Roma quienes se distinguieron por su actividad especialmente beligerante en contra del modernismo. En un primer momento, se centraron sobretodo en la cuestión de las libertades individuales, las cuales negaron completamente. Valga como ejemplo esta famosa cita de Gregorio XVI en su encíclica Mirari Vos (1832): “De esta cenagosa fuente del indeferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia”. Se manifestaba también el papa en contra de la libertad de imprenta o de las revoluciones liberales que empezaban a estallar en todas partes en Europa.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, y a medida que los regímenes liberales se consolidaron en Europa, todo este asunto fue clasificado bajo la rúbrica más genérica de “modernismo”, disminuyendo las referencia a las dimensiones políticas para centrarse más bien en las dimensiones filosóficas y del orden de la fe. Fue en este sentido que el modernismo fue condenado en 1907 por Pío X en el decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi.
Entre ambos papas, y entre ambas orientaciones del mismo problema, cabe reseñar la aportación de Pío IX, el papa del concilio Vaticano I (1869-70), quien en 1861, en las tesis 77-80 del Syllabus, condenaba los errores del liberalismo moderno, centrándose exclusivamente en la libertad de cultos en los países católicos, negada incluso para los ciudadanos extranjeros. La tesis con la que concluía el documento, la número 80, es especialmente importante, ya que se condenaba la proposición de que “el pontífice romano puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. El catolicismo romano y la modernidad eran, pues, según el papa, totalmente irreconciliables.
La intención del Pío IX era que el Syllabus figurase como documento oficial del concilio Vaticano I. Éste fue, sin duda, el concilio de la mayor afirmación del papado de la historia, con la promulgación (totalmente novedosa desde el punto de vista de la teología cristiana) de la infalibilidad papal. De hecho, en Vaticano I Roma venció definitivamente los últimos restos de conciliarismo medieval (la supremacía del concilio sobre el papa) que tras la Reforma había sobrevivido fundamentalmente en Francia. El objetivo evidente de esta rotunda afirmación de la figura del papa era responder a la amenaza de unificación de Italia como estado liberal, lo cual implicaba inevitablemente para el papado la pérdida del poder temporal sobre los Estados Pontificios.
El Syllabus seguramente hubiera sido aprobado en el concilio de no haber estallado la guerra franco-prusiana (1870-71), por lo que las tropas francesas que protegían Roma fueron retiradas apresuradamente. Tras la toma de la ciudad por el ejército piamotés y el plebiscito que reunió los Estados Pontificios al reino de Italia, el papa anunció la suspensión sine die del concilio, el cual nunca fue clausurado oficialmente.
De esta manera, resulta enormemente interesante comprobar que fue el concilio Vaticano II (1962-65) el que, en cierto modo, clausuró el concilio suspendido casi cien años antes. Al igual que Vaticano I, Vaticano II tuvo como objetivo principal definir oficialmente la posición de la Iglesia católica romana frente al modernismo  la modernidad, pero, sorprendentemente, ¡lo hizo en el sentido totalmente contrario al propugnado por Pío IX!
Vaticano II fue el concilio del aggiornamento, es decir, de la “puesta al día” de la Iglesia católica romana con respecto a la modernidad. Tanto el papa como la Iglesia en su conjunto no sólo se “reconciliaron” y “transigieron” con la modernidad y sus valores, sino que incluso los asumieron como propios. Los cambios de orientación del concilio en este sentido son mayúsculos. Ya se aceptaron sin reservas conceptos antaño escandalosos, como la libertad de cultos o la separación Iglesia-Estado. La libertad de conciencia y de culto es ahora de orden divino. Asimismo, Vaticano II reconoció formalmente a las otras religiones, afirmando de manera oficial la posibilidad de salvación sin la fe en Jesucristo y sin la pertenencia a la Iglesia. Con respecto al judaísmo, se abrió la puerta para cambiar diametralmente la enseñanza dada por la Iglesia durante dos mil años. Por ello, como no podía ser menos, se reconoció asimismo a las otras confesiones cristianas (si bien según una diversidad y jerarquía de grados entre ellas) con las que se afirmaba querer proseguir en adelante el diálogo ecuménico.
En definitiva, es así cómo la iglesia católica romana fue capaz de presentarse al mundo en Vaticano II como el “sacramento de la unidad” de la humanidad, es decir, ella efectúa la unidad de todos los hombres, por encima de sus diferencias e incluso de todas sus religiones.
Como es por todos sabido, con este mensaje la Iglesia católica romana se ganó el aplauso unánime de las sociedades occidentales, hasta el día de hoy. Se acabó así con un largo aislamiento de Roma en el ámbito internacional debido a su antiguo rechazo del liberalismo. De esta manera, antes de la clausura del concilio, el papa Pablo VI realizó una visita a Israel, la importancia de la cual debe ser bien tenida en cuenta: fue la primera salida del papa de Roma fuera de Italia durante más de un siglo. Hay que decir, pues, que si Juan Pablo II ha sido el “papa viajero” por antonomasia, ello se debe sin duda al discurso novedoso de Vaticano II con respecto al mundo moderno. Además, el hecho de que fuera Israel el destino de esta primera visita de Pablo VI es significativo, puesto que esta visita fue posible gracias al cambio de enseñanza del concilio con respecto al judaísmo.
Este cambio de enseñanza permitía, pues, a la Iglesia católica romana tener una puerta de salida frente a las pocas voces que por aquel entonces señalaban la responsabilidad de Pío XII, por su inacción y pasividad, en el genocidio de los judíos en Europa durante la II Guerra Mundial. Poco a poco, estas voces han aumentado hasta convertirse en un verdadero clamor. Hoy en día, esta inacción y pasividad del papa es un hecho reconocido, aunque “con la boca pequeña”, incluso por autores católicos romanos que participan en el diálogo con el judaísmo. Pero en la actualidad, gracias a la nueva enseñanza, ya nadie puede acusar a la Iglesia católica romana de antisemitismo. En este sentido, el cambio de enseñanza le ha resultado extremadamente útil.
Si juzgamos Vaticano II desde nuestros parámetros actuales, el resultado no puede ser más que positivo y favorable. Pero, ¿qué pensar al considerarlo a la luz de la enseñanza clara y uniforme precedente? El 21 de abril de 1878, el papa León XIII declaraba el Syllabus infalible, algo por otra parte verdaderamente notable, puesto que tal vez no hay en doctrina católica cuestión más difícil que la de determinar cuándo se da una enseñanza ex cátedra infalible. En este caso, es irrefutable: un papa declara formalmente infalible la enseñanza de otro papa.
¿Cómo, pues, el rechazo a “reconciliarse” y a “transigir” con el modernismo y la modernidad es compatible con el aggiornamento? ¿Cómo pueden formar parte ambas de la misma verdad? Es imposible, a no ser que los sofisticados teólogos católicos romanos demuestren que una cosa es lo mismo que su contraria. Luego, ¿quién de los dos estaba equivocado? ¿Pío IX y el Syllabus “infalible”? Entonces, ¿para qué sirve el papado, supuesto garante de la “unidad de la fe” de los cristianos? Las declaraciones formales de la Iglesia, ¿son siempre producto de sus circunstancias históricas, y no van más allá? Ésta parece ser la lectura de Vaticano II, pero ¿y si el equivocado fuese el propio Vaticano II? A efectos prácticos, el resultado no cambiaría mucho: su juicio sería por completo producto de las circunstancias históricas, hasta el punto de que ellas la inducirán al error. Por lo tanto, de una manera o de otra, poca o ninguna confianza ser podría tener en esta Iglesia o en su papa…
Claro está que alguien todavía podría objetar que Vaticano II no reclamó para sí el carácter de infalibilidad. Cierto, pero ¿es esto realmente la solución? Si las declaraciones del concilio estaban en armonía con la tradición precedente, ¿por qué no se declararon infalibles? ¿No sería debido a que se era consciente de que éstas estaban en ruptura con la tradición anterior? ¿No es algo así como reconocer que estas declaraciones son sólo provisorias, que podrán ser ya ratificadas ya corregidas en función de los acontecimientos futuros? ¿Cómo entonces no concluir que el catolicismo romano, y en especial el papado, es una religión de poder cuyo mensaje varía siempre según las circunstancias históricas, con miras precisamente al mantenimiento de su inmenso poder?
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Jorge Ruiz Ortiz. Artículo publicado en En la Calle Recta, nº 192 (enero-feb. 2005), pp. 20-23.