Tras haber realizado la obra de redención en Su humillación, Jesucristo la continúa en Su exaltación. A la expiación de su sacrificio en la cruz, le sigue su presencia ante el trono de Dios Padre en calidad de Mediador. Jesucristo es el Rey, a cuyos pies el Padre le sujetó todas las cosas (Hebreos 2:8-9). Pero también Él es el Sacerdote celestial, el único designado y aprobado por el Padre para llevar a cabo este ministerio a favor de los hombres (Hebreos 5:5-6). Él es, pues, Sumo Sacerdote y Rey, según el orden de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, Rey de justicia y Rey de paz (Hebreos 5:10 y 7:1-3). Es en la Carta a los Hebreos donde se nos expone de manera más detallada este maravilloso oficio o ministerio del Jesucristo exaltado como Sumo Sacerdote de Su pueblo. Este es precisamente uno de los temas principales de esta epístola.
En el Antiguo Testamento, el Sumo Sacerdocio de Cristo era prefigurado por el ministerio de Aarón y de su descendencia. Éste y sus hijos fueron solemnemente consagrados a Dios en la ceremonia descrita en Éxodo 29. Su principal cometido era entrar en el Lugar Santísimo de Tabernáculo (y posteriormente, del Templo), una vez al año, en el Día de la Expiación, introduciendo allí la sangre de las víctimas de los sacrificios de animales (Levítico 16). Primero debía ofrecer sacrificio por los pecados suyos y los de su familia, y después por los pecados del pueblo.
Todo esto no era sino “figura y sombra de las cosas celestiales”, que son las de Jesucristo y Su obra (Hebreos 8:5). El Evangelio era predicado así en la antigüedad, por medio del sacerdocio levítico y de los sacrificios de animales. Se recordaba continuadamente a los judíos tanto su pecado como la única manera de obtener perdón de parte de Dios (Hebreos 10:3). Se anunciaba que Dios concedía misericordiosamente perdón a Su pueblo, pero no sin que una víctima recibiera el castigo por los pecados. En el Antiguo Testamento, pues, los sacrificios de animales, instituidos por Dios, prefiguraban la futura expiación de los pecados en la muerte de Jesucristo, el Cordero de Dios.
Por lo tanto, Jesucristo dio cumplimiento, en Su obra de salvación, tanto a los tipos de los sacrificios de animales, como al sacerdocio de Aarón y de sus descendientes.
El sacerdocio de Jesucristo es una obra tanto de Su naturaleza divina como de Su naturaleza humana, puesto que es la única persona del Hijo (Dios-Hombre, Hijo de Dios e Hijo del Hombre) la que actúa. Esto se pone de manifiesto desde el mismo inicio de la carta, al decirse que Jesucristo, el Hijo, revelación última y definitiva de Dios, quien participó en el principio en la obra de la Creación, quien es la expresión del ser mismo de Dios, quien gobierna todas las cosas en Su Providencia, se ha sentado a la diestra del Padre en las alturas, tras haber realizado la salvación mediante la entrega de sí mismo a la muerte (Hebreos 1:2-3).
En el ministerio del Sumo Sacerdocio, la humanidad de Cristo tiene un papel primordial. Fue necesaria Su encarnación para poder llegar a ser el Sacerdote celestial. Su obra de salvación debía ser cumplida por medio de los sufrimientos como hombre (Hebreos 2:9). Él debía participar de la misma naturaleza de aquellos a los que iba a salvar, y es por eso fue en todo hecho semejante a los hombres, excepto en el pecado (Hebreos 2:17 y 4:15). De esta manera, el pecado podía ser expiado en Jesús como hombre, puesto que fueron los hombres quienes pecaron y son a hombres a quienes Él salva. Pero al mismo tiempo, el Sacerdocio de Jesucristo es también obra suya en Su divinidad. “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos… pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:17 y 18). Sí, Jesucristo es el Dios Todopoderoso y clemente para poder socorrer a aquellos por los cuales sufrió. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades… Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15 y 16).
De esta manera, al sacrificio expiatorio del Mediador, eficaz para salvación, hecho una sola vez en Su muerte en la cruz del Calvario (“porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”, Hebreos 10:14), Jesucristo ahora en el cielo acompaña o añade su intercesión al Padre por aquellos por los que murió (“por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”, Hebreos 7:25). De lo cual, según la carta a los Hebreos, se desprende, para los que se acercan a Dios por medio de Él, un fortísimo consuelo y una firme esperanza (6,18-19), e incluso una “plena certidumbre de fe” (10:22).
Démonos cuenta que fue necesario el cambio de sacerdocio del Antiguo al Nuevo Testamento. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran de por sí ineficaces: “porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no pueden quitar los pecados” (Hebreos 10:4), y los sacerdotes debían presentar primero sacrificios de animales por sus propios pecados. Por necesidad tenían que ser reemplazados por el sacerdocio y el sacrificio perfecto de Jesucristo. Si no fuera así, nada habría cambiado, y seguiríamos estando entonces bajo el Antiguo Testamento. La Palabra de Dios es clara en este punto: “Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón. Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley” (Hebreos 7:11-12).
Siendo así las cosas, si Jesucristo lleva a cabo este Sumo Sacerdocio en Su naturaleza divina y en Su naturaleza humana, por Su sacrificio en la cruz y Su continua intercesión en el cielo, si por todo ello, el Sacerdocio de Cristo es eficaz para la salvación, ¿qué necesidad tiene Cristo, y qué necesidad tiene el Padre, de que este Sacerdocio sea completado por otros “sacerdotes” humanos? ¿Qué necesidad hay que los hombres repitan continuamente el sacrificio de Cristo? Eso hubiera sido necesario si nada hubiera cambiado, y todavía estuviéramos bajo el Antiguo Testamento. Pero la Escritura desecha esta idea: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo” (Hebreos 10:24-26). Pero no es ése el caso, puesto que continúa diciendo “pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”. Los sacerdotes del Antiguo Testamento tenían necesidad de volver a presentar sacrificios, primeramente por sus propios pecados, sin embargo, Cristo no tiene esta necesidad, puesto que “tal Sumo Sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:27). Por lo tanto, continúa diciendo la Escritura que Cristo “no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo, porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (7:28).  Con lo cual, si nos damos cuenta, claramente está afirmado que Cristo no tiene necesidad de repetir Su sacrificio para salvar a Su propio pueblo.
Por lo tanto, ¿qué necesidad tienen los que han depositado su fe en el Sumo Sacerdote Jesucristo, de que los hombres, según se pretende, repitan en la tierra a diario Su sacrificio? ¿Y quién toma para sí este oficio, del que no hay necesidad para con Dios, si ni aún Cristo en Su humanidad tomó para sí esta honra (Hebreos 7:4-5), sino sólo por haber sido declarado como tal por Dios Su Padre (7:10)?
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Jorge Ruiz Ortiz. Artículo escrito para la fundación “En la Calle Recta”.