Estamos a poco más de diez años de la celebración del quinto centenario del inicio de la Reforma protestante. Históricamente hablando, a un paso. Sin duda, las distintas Iglesias cristianas, al menos las institucionalmente más importantes, han de estar ya comenzando a “calentar motores” para tal efemérides. Acontecimientos como estos, que ocurren una o dos veces al milenio, no se dejan escapar, ni se improvisa su conmemoración en un día. Siguiendo un orden lógico de proceder, los órganos de gobierno más importantes de las iglesias se estarán ya asesorando con las “cabezas pensantes” de cada confesión participantes en el llamado “dialogo ecuménico”, que son los que disponen de la información necesaria para hacerse una idea lo más cercana posible a la realidad del momento que el cristianismo, en el sentido más amplio de la palabra, está viviendo. No sería, por tanto, de extrañar que se aprovechara la ocasión para hacer conseguir algún tipo de operación histórica tendente a la superación definitiva de las divisiones seculares entre las iglesias. Porque, en nuestros días de diálogo ecuménico e interreligioso, de acercamiento institucional y doctrinal sin precedentes entre las distintas confesiones, de globalización acelerada del universo económica, cultural y políticamente, ¿que sentido tiene celebrar la Reforma, sino es para celebrar que ha sido ya superada?
Está claro que la superación de la Reforma no puede presentarse de manera que los que se declaran hijos de ella, los evangélicos, la nieguen, o renieguen de ella. Ello significaría que hay vencedores y vencidos. Ello supondría reconocer que los evangélicos somos algo así como un error de la Historia. Y, según nuestra moderna manera de pensar, no hay errores históricos. Todo en la Historia tiene su razón de ser, y todo tiende hacia el bien último de la Humanidad, si es que se aprovecha lo que de positivo tiene. La clave, por tanto, está en decidir qué es lo que se considera positivo, lo que hay que retener e integrar en el, llamémosle así, “bien mayor común”. ¿Y cuál sería lo positivo de la Reforma? Sin duda, identificarla con la libertad de pensamiento del individuo frente a los dogmatismos de la Iglesia-institución, que serían siempre productos del momento histórico en que se vive. Así se ha identificado a Lutero, a uno y otro lado de la Reforma, al menos durante los últimos doscientos años. La Reforma, por tanto, sería el padre, o la madre, de la Ilustración. Y ello ya no causa problemas a la Iglesia del Concilio Vaticano II. Se puede, por tanto, asumir, asimilar, por cuanto ya habría dejado de ser antagónica.
El problema con este discurso revisionista de la Reforma es que no se corresponde con lo que la Reforma fue, ni lo que fue su “motor espiritual”. La Reforma no fue un movimiento optimista acerca del hombre, como lo es el humanismo liberal. La Reforma, iniciada por Lutero en Alemania, continuada por Zuinglio, Bucero, Bullinger, Calvino, Beza en Suiza, proclamada luego en las confesiones de fe de Francia, Países Bajos, Reino Unido, etc., tenía una visión profundamente (¡bíblicamente!) pesimista del hombre. Baste considerar las últimas palabras escritas de Lutero: “Todos somos mendigos. Esto es la verdad”. O que Calvino, en su Institución de la Religión Cristiana, lo primero que escribe es que, para conocer a Dios, es necesario conocerse a sí mismo, lo cual significa conocer el estado de gran miseria en el que uno se encuentra.
La Reforma, por tanto, no fue, o no lo fue esencialmente, el enfrentamiento de la conciencia del individuo frente a la institución de la Iglesia. Ello demanda una fe en el individuo de la que la Reforma, sin ningún género de dudas, carecía por completo. Ello significa, asimismo, arrinconar a la Reforma como si fuera algo simplemente individual y personal de sus protagonistas, por lo que no sería, por lo tanto, nada esencial a la Iglesia de Jesucristo. Así se la ha considerado durante siglos por los que la han denigrado. Según ellos, por encima de los personalismos de Lutero, Calvino, etc., la Iglesia “de verdad” seguiría estando de su lado, la cual, en la actualidad, estaría dispuesta a comprender, e incluso llegar a perdonar, todas estas expresiones personales de fastidio por lo humano, a condición de que no se consideren a sí mismas, ni se las considere, como la verdadera doctrina bíblica del hombre.
Por tanto, si se quiere empezar a entender la Reforma, simpatizar o llegar a familiarizarse con lo que es y representa, se ha de comenzar precisamente por este punto primordial: La Reforma significa, por encima de todo, el desvanecimiento del hombre delante Dios. El hombre y Dios no son dos iguales, ni se encuentran en un plano de igualdad. El hombre no tiene derechos para con Dios. El Dios eterno e infinito está infinitamente exaltado por encima de todas sus criaturas. El hombre no puede llegar jamás a Dios, a no ser que Dios venga a Él primero, y consienta en tratar con él. Así es desde el principio. El hombre, además, y también desde el principio, no es neutro ante Dios. Es culpable, está lleno de miseria, arrastra la culpa del primero de los hombres, la cual pasa a interiorizar, porque él también es pecador. “El designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5), lo cual le lleva a exclamar como Pablo: “Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24).
Ver el mundo así, sin excepción, y verse de esta manera, genera, en el espíritu de la Reforma, una respuesta concreta en el hombre. En la mentalidad humanista, antigua o moderna, esta ruina sin remedio del hombre llevaría a la más completa desesperación. En la Reforma, por el contrario, no es así. Siguiendo a la Biblia, la Reforma sitúa en la cima del mundo a Dios, quien dirige soberanamente todos los caminos de los hombres. “Jehová mata, y Él da vida; Él hace descender al sepulcro, y hace subir. Jehová empobrece, y Él enriquece; abate y enaltece” (I Samuel 2:6-7). Los corazones de los hombres están es sus manos como los repartimientos de las aguas: los inclina a todo lo que Él quiere (Proverbios 21:1). Suya es incluso la respuesta de la lengua (Proverbios 16:1). Por lo tanto, es sabio temer a Dios. Él puede entregarnos en manos de nuestras propias acciones, en pago de nuestros pecados. Como Dios tiene igualmente poder para librarnos de ellas. El temor de Dios es el principio de la sabiduría, y a ella están unidos tanto el bien en esta vida, como en la venidera.
Pero, sobretodo, la percepción del profundo mal humano, empezando por el de uno mismo, lleva en la Reforma a la exaltación de la gracia de Dios. El hombre se encuentra en Jesucristo con la gracia de Dios, una gracia que es plenamente gracia, por lo tanto inmerecida, por cuanto la gracia de Dios es la persona misma de Jesucristo, y lo único que hace es contemplar confiadamente a Jesucristo como el autor y el consumador de la fe (Hebreos 12:2). Jesucristo es el principio y el fin, el Alfa y el Omega, Él es el todo de la salvación. Por ello Jesucristo es el único Mediador de los hombres ante Dios (I Timoteo 2:5). Pero no un Mediador lejano e inaccesible, para el que necesitamos el concurso de otras ayudas, sino que mora en el que tiene fe en Él. “Si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (Romanos 8:10). Hasta el punto de poder decir “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20) y “el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
¿Es todo esto una expresión personal, circunstancial, relativa de la fe cristiana? ¿O un delirio de los reformadores, anatemizado con justicia por la Iglesia en su día? ¿O es más bien la expresión de la fe de la Iglesia, de la fe católica, la de todo aquel que ha sido redimido por Jesucristo?
Por supuesto, la Reforma ha respondido a estas preguntas de manera inequívoca. No por la defensa de su nombre propio, o el de cualquiera de los que la han defendido, sino por encima de todo por el honor debido a Dios y la defensa de Su verdad, considerando que es la posición contraria la que sustrae la gloria a Dios, y sitúa al hombre en Su lugar, en concreto a la Iglesia como institución. No que la Iglesia institucional, o Iglesia visible, no tengan importancia para ella. Al contrario. Como está ligada al Señor por los votos del bautismo (la Alianza de gracia) la Iglesia ha de ser fiel a Dios cueste lo que cueste. Si la verdad de Dios está en entredicho, la verdad de Dios ha de vencer. Y de hecho, vence, con o sin nosotros. Si callamos nosotros, las piedras clamarán.
Y esto es lo que trajo en su día la Reforma, hace casi quinientos años. Esto es lo que la mantiene viva, allá donde ella todavía perdura, aun entre aquellos que de nombre se consideran sus herederos. Sí, incluso dentro de las iglesias evangélicas, es difícil encontrarse con este estado de espíritu. Nos hemos acomodado tanto a la mentalidad ambiente, que hemos sustituido el espíritu de la Reforma por meras estrategias humanas, aunque sean con el fin de ganar al mundo para Cristo. Y hace casi quinientos años, ella no fue el resultado de ningún plan premeditado, ni fue el medio para conseguir ningún bien mayor. Sino que fue la expresión de su misma presencia, que reclama el lugar que le es suyo en la Iglesia.
Dr. Jorge Ruiz Ortiz
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Publicado en En la Calle Recta, nº 202 (sept.-oct. 2006), pp. 9-11