No es exagerado afirmar que, dentro y fuera de nuestras fronteras, el mundo evangélico contemporáneo se encuentra en un momento crucial de su historia. Esta última generación ha sido y está siendo artífice de toda una serie de transformaciones sin precedentes, que están dando como resultado algo nunca del todo conseguido pero que cada vez está más cerca de alcanzarse: la transformación radical de la identidad evangélica. En efecto, la identidad evangélica está sufriendo una erosión continuada en todos los órdenes, algo que se hace evidente con los últimos y descarados ataques al corazón de la Reforma –la justificación por la fe sola– surgidos o amplificados desde nuestras mismas filas evangélicas. Por otra parte, estas transformaciones se han puesto muy de manifiesto en el culto público y comunitario a Dios. Por lo general, ya se da por asumido el cambio de culto como una necesaria adaptación a nuestra época, aunque es por otra parte cierto que éste se ha realizado sin reparar lo suficiente en el hecho de que los cambios no sólo son, como insisten los que los propugnan, meramente culturales, sino también de espiritualidad, de aspiraciones como grupo humano y, en última instancia, de doctrina.
A todo esto, cabe preguntarse si sería lícito denominar tales transformaciones como nuestro particular aggiornamento evangélico. He aquí una pregunta ciertamente poco corriente, pero que creemos necesario plantearse. Uno puede preguntarse, aun, si no serán todos estos cambios una consecuencia más del aggiornamento de la Iglesia católica-romana, adoptado oficialmente en el concilio Vaticano II. Desde el punto de vista católico-romano, sin duda alguna. Desde una perspectiva evangélica, admitirlo ya es más difícil. Sea como fuere, el hecho es que precisamente a partir del concilio de la adaptación de la Iglesia católica romana a la sociedad y cultura contemporáneas, la llamada modernidad (o mejor dicho, tras el hecho de asumirla, de tomarla par sí), el mundo evangélico se encuentra en un proceso análogo, y seguramente mucho más radical, de “puesta al día” en todos los órdenes. ¿Mera coincidencia en el tiempo?
Uno de los terrenos en el que actualmente se percibe una trasformación más profunda entre los evangélicos es el del cambio de actitud con respecto, precisamente, a la Iglesia católica romana. Lo vemos todos los días, y no es necesario referirse a las cabezas pensantes del protestantismo o a sus ejecutivos oficiales, sino que es algo que ya ha transcendido y lo encontramos a diario en los creyentes de base. Lo cierto es que nuestra firme posición evangélica de antaño se ha llenado de matices (“la Iglesia católica es muy diversa”, “en ella te encuentras de todo”, “conozco a curas que no están por las imágenes”, “hay creyentes sinceros” o aun “nacidos de nuevo”). La Iglesia católica romana, pues, ya no nos parece una realidad del todo inadmisible, lo cual, por otra parte, significa también que nos parece en parte aceptable.
Todo ello cobra un sentido interesante cuando pensamos que, anteriormente, en Vaticano II, también la Iglesia católica romana reconoció oficialmente como iglesias a los cuerpos eclesiásticos que, aunque fuera de la obediencia de Roma, reconocen la eucaristía y mantienen el sistema de gobierno episcopal. Al hacerlo, la Iglesia católica romana ponía, por distintas razones, la pelota sobre el tejado de las iglesias anglicanas, luteranas y ortodoxas. En cuanto a los evangélicos, no nos llamemos a engaño, tan sólo se nos reconoce a título de “comunidades eclesiásticas”, que no iglesias. Tal vez se considere esta apertura terminológica como la prueba más evidente de que la iglesia católica romana, tras siglos de intransigencia cerril, ha cambiado. De esta manera, se puede argumentar fácilmente que no estar hoy por el llamado “diálogo ecuménico” sería por nuestra parte algo comparable a aquella antigua intransigencia suya, lo cual, ya se sabe, todo evangélico debe evitar a toda costa. Sin embargo, lo único que la iglesia católica romana ha hecho en Vaticano II es declarar doctrinalmente lo que en la práctica ha admitido toda la vida, al reconocer el bautismo que había sido administrado fuera de sus fronteras eclesiales. Aunque en el fondo sea ilusorio, este supuesto cambio sirve como base a nuestro diálogo con la Iglesia católica romana. Pocas veces Roma habrá obtenido tanto a cambio de tan poco. Aún hoy, frente a Roma, los evangélicos seguimos manteniendo, en principio, nuestra apologética tradicional, rechazando los puntos considerados intolerables del catolicismo romano (mariolatría, culto de santos, etc.). Pero si empezamos a escarbar en la actualidad de nuestras iglesias, nos daremos cuenta (¿horrorizados?) de que aun “la Virgen” no impide a nuestros coros ir a cantar a sus basílicas, o a nuestras iglesias repartir “material evangelístico” que se distribuya junto con estampas de su imagen. ¿No están cambiando, mucho y muy rápido, las cosas en nuestro mundo evangélico?
Las Perspectivas de Leonardo De Chirico
Comprender la naturaleza del catolicismo romano y, más en particular, desentrañar la verdadera relevancia de Vaticano II, aparecen, por tanto, hoy, como una de las tareas más urgentes y necesarias para la teología evangélica. No sería exagerado decir que se trata de la tarea por excelencia a cumplir, tarea que, en buena medida, está aún por hacer. Por ello, es motivo de gran satisfacción ver la publicación del libro del teólogo evangélico italiano Leonardo De Chirico Perspectivas teológicas evangélicas sobre el catolicismo romano posterior a Vaticano II.[1] Esta obra es, sin duda alguna, una aportación valiosísima al mundo evangélico internacional, una obra que muy bien puede estar sentando las bases para la renovación del estudio evangélico del catolicismo romano. Ella, por otra parte, viene a confirmar el hecho de que los evangélicos italianos tienen una suerte de primacía en lo que a comprensión del catolicismo romano se refiere, lo cual rara vez ha sido reconocido debidamente. Esta primacía es algo que ya se pudo percibir con el fantástico análisis de los textos de Vaticano II hecho en los años 60 por el profesor evangélico Vittorio Subilia, una obra que, a pesar de algunos tintes de neoortodoxia, se tendría que considerar como fundamental en teología evangélica. Los evangélicos italianos parecen tener, pues, una comprensión especial del catolicismo romano. Por lo visto, contemplar la iglesia católica romana en el país del papa proporciona unas perspectivas difíciles de tener desde otros lugares, razón por la cual hemos de estar especialmente atentos a lo que nuestros hermanos italianos tienen que decirnos.
Publicado por Peter Land, editorial suiza especializada en obras académicas, el libro de De Chirico es la publicación de su tesis doctoral, presentada en el King’s College, de Londres, en el año 2003. El objetivo de su obra es, como su propio título indica, presentar un análisis de la comprensión evangélica del catolicismo romano posterior a Vaticano II. Para ello, el autor hace una selección de los evangélicos más representativos que han estudiado el catolicismo romano durante este periodo, autores como Gerrit Berkouwer, Cornelius Van Til, David Wells, Donald Bloesch, Herbert Carson y John Stott. De Chirico también aborda los textos producidos por el diálogo entre los evangélicos y al iglesia católica romana tras el concilio, documentos como El diálogo evangélico-católico romano acerca de la misión (entre 1977 y 1984), las conversaciones mantenidas por la Alianza Evangélica Mundial y el Consejo pontifical para la promoción de la unidad cristiana entre 1993 y 2001, y los documentos norteamericanos que en la década de los noventa llenaron de polémica el mundo evangélico norteamericano: Evangélicos y católicos juntos(1994) y El don de la salvación (1997).
Las conclusiones del libro no son, hay que decirlo, del todo halagüeñas. De Chirico logra demostrar las dificultades que tenemos los evangélicos a la hora de entender el catolicismo romano como un sistema de creencias unificado y coherente, sistema que tiene traslaciones evidentes en la vida y práctica. Es decir, según De Chirico, a los evangélicos nos cuesta comprender el catolicismo romano en términos de lo que, en la tradición neocalvinista se ha llamado cosmovisión, lo cual significa, en términos teológicos más tradicionales, estudiarlo desde la perspectiva de la teología sistemática. De Chirico se muestra especialmente alerta en contra de los fallos de la apologética tradicional evangélica acerca del catolicismo romano, apologética que él califica constantemente de “atomizada” o “fragmentaria”, términos con los que califica el hecho de centrar nuestra apologética en dar respuesta a cuestiones concretas (como mariología, méritos, santos, tradición, etc.) sin percatarnos de la incuestionable unidad interna existente en todas estas áreas. Y esto es un grave fallo en la medida que esta unidad es, precisamente, lo que da al catolicismo romano toda su fuerza intelectual o teológica. Como De Chirico pone de manifiesto al relatar las conversaciones de la Alianza Evangélica Mundial con la Iglesia católica romana, si queremos mantener un debate teológico con el catolicismo romano sobre la base de los procedimientos tradicionales, no vamos a salir precisamente muy bien parados.
De esta manera, De Chirico propone que para conseguir esta visión unificada del catolicismo romano, la perspectiva teológica evangélica necesita identificar y subrayar debidamente los dos factores clave de su sistema doctrinal, a saber, por una parte, el motivo teológico naturaleza-gracia, en el que la teología católica romana afirma la “apertura” de la naturaleza hacia Dios, y, por otra parte, la comprensión en términos cristológicos que la Iglesia católica romana tiene de sí misma. Frente a estas dos posiciones fundamentales, De Chirico expone de manera sucinta y clara las diferencias que la fe evangélica mantiene, en esencia, con la teología católica romana. Por un lado, tras la Caída, la naturaleza no puede ser concebida aparte del pecado (la teología evangélica cuestiona, pues, radicalmente esa “apertura” optimista del estado natural con respecto a la vida divina). Por otro lado, la comprensión de la Iglesia como continuadora de la Encarnación (la Iglesia-Cuerpo de Cristo) no puede hacerse sin tener debidamente en cuenta la discontinuidad que supone la Ascensión de Cristo a los cielos y el hecho de que Él esté ahora sentado a la diestra de Dios Padre. Ciertamente, puede decirse que en esas dos áreas se hallan concentradas todas nuestras diferencias que como evangélicos mantenemos con el catolicismo romano.
A la obra de De Chirico, pues, hay que reconocerle todo el valor que intrínsecamente ya posee. Como ya hemos dicho, el autor muy bien puede estar poniendo las bases para la renovación del estudio evangélico del catolicismo romano. Manifestamos nuestro acuerdo no sólo con la orientación fundamental de la obra, sino también resaltamos lo correcto de su argumentación y resultados. No obstante, pensamos que su análisis puede estar aún abierto al debate, fundamentalmente en dos áreas principales.
En primer lugar, nos preguntamos si el autor recoge suficientemente el carácter innovador de Vaticano II con respecto a la tradición anterior. En efecto, la definición del catolicismo romano dada por De Chirico nos parece hecha con excesiva dependencia de autores posteriores al concilio. El concepto de catolicidad mismo, ¿no ha sufrido alteraciones al propugnar Vaticano II a la Iglesia católica romana como “sacramento de la unidad del género humano”? ¿Qué supone realmente Vaticano II en el interior de la enseñanza tradicional católica romana? Por supuesto, Vaticano II consagró una corriente teológica ya existente en el seno del catolicismo romano (fundamentalmente, la teología de los padres prenicenos, el escotismo y la filosofía personalista de Rahner y Maritain), pero al precio de desbancar la teología considerada hasta entonces como oficial, es decir, el tomismo tradicional. Difícilmente se puede llegar a mesurar, desde nuestra perspectiva evangélica, la magnitud de este cambio. Por otra parte, somos de los que, como David Wells, pensamos que las innovaciones de Vaticano II se encuentran efectivamente en tensión, cuando no en ruptura, con todo el desarrollo teológico católico romano anterior; por lo menos, en dos puntos fundamentales: en lo concerniente a la modernidad y el judaísmo. La mente católica romana es mucho más “ancha” de lo que nosotros los evangélicos estamos acostumbrados a pensar, es cierto, pero aun para el sistema católico romano, la síntesis entre polos opuestos puede presentarse a veces como imposible de realizar. No es casualidad que exista una creciente corriente tradicionalista católica romana que acusa a Vaticano II de haber producido un “cambio de fe” y que aun califica a Juan Pablo II de “antipapa”. Todo esto, pues, nos ayuda a comprender la importancia que tiene el magisterio actual de la Iglesia, y en último término el papa, como intérprete y regulador de la tradición, cosa que De Chirico, por otra parte, pone de relieve convenientemente.
En segundo lugar, consideramos que su análisis crítico de la concepción católica romana del motivo naturaleza-gracia está hecho exclusivamente desde la perspectiva de la teología neocalvinista. Se puede decir que uno de los principios fundamentales del neocalvinismo es, en su afán por secularizar la Iglesia, la negación del motivo naturaleza-gracia y la propuesta de su sustitución por el motivo creación-caída-redención. Es cierto que De Chirico señala que su crítica está hecha en la perspectiva del neocalvinismo, pero, a su vez, sería necesario también precisar (lo hacemos nosotros) que no hay que confundir neocalvinismo con teología reformada clásica. Los Reformadores y las Confesiones de fe de la Reforma eran por completo ajenos a esta alergia contemporánea por el motivo naturaleza-gracia, sobrevenida a partir de finales del siglo XIX a raíz de la teología del pastor, teólogo y jefe de estado holandés, Abraham Kuyper. Se puede criticar, desde una perspectiva reformada, la comprensión católica romana del motivo naturaleza-gracia sin por ello llegar a negar el motivo completamente. Aunque no suele verse convenientemente, esta negación es de una importancia teológica extraordinaria y ha introducido una serie de graves tensiones en prácticamente todos los órdenes de la teología reformada, conocida como la teología de la alianza. Habría, sin duda, mucho que hablar en este sentido, pero tampoco es este el momento, más adecuado para hacerlo.


Perspectivas especialmente interesantes
Como ya hemos afirmado, estas dos últimas observaciones no tienen como objeto cuestionar el valor del libro de De Chirico. No pueden hacerlo. Su obra es sabia, tanto en su percepción de la naturaleza del catolicismo romano como también en su apreciación de las dificultades que experimenta la teología evangélica a la hora de comprender este sistema de creencias. El mundo evangélico contemporáneo, pues, hará bien en considerar debidamente todas sus apreciaciones, para lo cual sería necesario un tratamiento académico más pormenorizado de su estudio.
Por nuestra parte, en relación con lo que nos ocupa en este artículo, es decir, el momento en el que se encuentra actualmente la teología evangélica, quisiéramos resaltar tres perspectivas de su obra que nos parecen particularmente interesantes.
1) En primer lugar, estudiar el catolicismo romano desde una perspectiva evangélica implica, como paso previo, la definición de lo que es ser evangélicolo cual De Chirico trata de manera breve pero muy acertada (pp. 34-36). Según el autor, “el evangelicismo puede ser correctamente asociado con las doctrinas articuladas en la tradición occidental, de la teología de la Reforma y de los avivamientos” (p. 34). Teología de la Reforma y espiritualidad de los avivamientos: esta sería, según De Chirico, la esencia del “evangelicismo”. El autor avala la definición que sintetiza la posición evangélica fundamental en los cinco puntos siguientes: 1) la autoridad de la Biblia; 2) la historicidad de la obra de salvación de la Escritura; 3) la salvación por la fe (confianza en Cristo; ) la importancia de la evangelización y las misiones, y, finalmente, 5) una vida transformada espiritualmente. He aquí, pues, una definición sencilla y clara por la cual podemos juzgar todo lo que, en el mundo evangélico, hoy en día se presenta o considera como evangélico.
2) El segundo interés particular de la obra de De Chirico es la reconstrucción que se puede hacer, a partir del contenido de sus páginas, de las aproximaciones de los evangélicos a Roma a partir de Vaticano II. En efecto, es todo un espectáculo contemplar cómo, a partir de este concilio, la Iglesia católica romana ha llegado a neutralizar en buena medida la antigua oposición teológica del mundo evangélico.
a) Un ejemplo significativo. En la década de los 50, el teólogo reformado neerlandés Gerrit Berkouwer se había significado por su posición inequívoca frente al catolicismo romano, evidente ya en el titulo de su libro El conflicto con Roma. Pues bien, resulta que Berkouwer fue el único teólogo evangélico invitado por Juan XXIII para asistir al Vaticano II como observador del Concilio. Una medida, sin duda, de una gran audacia y que, a la postre, se reveló extremadamente rentable. Cuando el cónclave estaba aún por concluir, Berkouwer escribiría un nuevo libro (El concilio Vaticano II y el nuevo catolicismo) en el que se señalaban las nuevas oportunidades ecuménicas abiertas por el Concilio.
b) Esta neutralización católica romana de la posición evangélica se ha efectuado, en términos más generales, por vía de la aplicación de la agenda fijada por el Concilio Vaticano II. Convendría, en este sentido, que los evangélicos dejemos de subestimar a la Iglesia católica romana y que comencemos a reconocer la importancia que ella tiene, dada la magnitud de la institución, en la creación y/o modificación de la cultura ambiente en que nos movemos, aquellos que los alemanes han dado en llamar “el espíritu del tiempo”. Creemos que se puede afirmar que la Iglesia católica romana puede ser descrita como una institución que no está en el origen de ninguna realidad, pero que una vez que asume realidades ya existentes, las universaliza, de modo que parezcan como algo que siempre ha sido, es y será (de manera análoga a su teoría de la evolución del dogma, por ejemplo).
Vaticano II es un caso históricamente interesantísimo, en el que vemos cómo la Iglesia católica romana previó en buena medida el curso que iba a tomar la Historia en el último tercio del siglo XX y se adelantó al mismo con una serie de medidas cruciales. En particular Vaticano II, frente a un mundo en el que el cristianismo había dejado de ser la fuerza dominante, propulsó al mismo tiempo tanto el diálogo ecuménico e interreligioso, por un lado, como el auge misionero, por otro. La combinación de ambos impulsos se ha mostrado de una eficacia total. La fijación de esta agenda, en la que el elemento misionero tiene tanta importancia, tuvo su contrapartida evangélica en el llamado Movimiento de Lausana y el Congreso para la Evangelización Mundial de 1974, todo ello respaldado a su vez con la encíclica de Pablo VI Evangelio Nutiandi de 1975. De esta manera, en el nuevo clima de diálogo ecuménico traído por Vaticano II, los evangélicos y el catolicismo romano encontraron un nuevo “terreno en común” en el que encontrarse y hablar: la evangelización y las misiones. Y fue así, precisamente, cómo se gestó el documento de El diálogo evangélico-católico romano acerca de la misión, en el que, por otra parte, participó otro influyente evangélico que pocos años antes se había destacado por su actitud en modo alguno ambigua ante el catolicismo romano, el conocido teólogo y pastor anglicano John Stott.
c) La aparatosa entrada de la Alianza Evangélica Mundial (AEM) en el diálogo ecuménico con Roma merece ser considerada como caso aparte. A principios de los años 70, coincidiendo con el movimiento de Lausana, la AEM empezaba a reflexionar en los temas puestos a la orden del día tras el concilio Vaticano II, como la relación entre evangelización y acción social, o la contextualización en la misión y la teología. El giro de la AEM hacia el diálogo ecuménico se produjo de manera un tanto accidentada a partir de su VII Asamblea General, celebrada en 1978 en Hoddeston (Gran Bretaña). En esta reunión se dio la presencia inesperada de dos observadores católicos romanos, lo cual, en las acaloradas protestas de buena parte de los participantes, era visto como la aprobación evangélica a la Iglesia católica romana de Vaticano II, sin que esta hubiera sido votada por la AEM como tal. Para evitar una posible ruptura, en aquella asamblea se decidió la creación de una comisión de diecisiete miembros para evaluar el catolicismo romano e indicar el tipo de relación de la AEM con él. Seis años de trabajo de esta comisión dieron como resultado un documento, aprobado en 1986 en la VIII Asamblea General de la AEM en Singapur, que se llamaría La perspectiva evangélica sobre el catolicismo romano.
Todo esto habría quedado en un episodio que sólo hubiera contribuido a clarificar la posición evangélica ante el catolicismo romano, de no ser por el envío final del dicho documento al Consejo Pontifical para la promoción de la unidad cristiana. Tal vez el envío fuera bienintencionado (en señal de testimonio o como mera cortesía, pongamos por caso) pero lo cierto es que éste propició que la AEM entablara conversaciones directas con la Iglesia católica romana. En efecto, la respuesta entre firme y un tanto provocativa del Consejo pontifical (y tardía, llegada cuatro años después, en 1990) ha sido prolongada en el tiempo con una serie de encuentros (en 1993, 1997, 1999 y 2002), en los que, comenzando por los temas en principio más polémicos entre evangélicos y católicos romanos (como la justificación, la Escritura o la tradición) se ha ido avanzando hacia terrenos mucho mas fraternos, como la cooperación en la misión o el sentido ecuménico de la koinonia.
Este último documento acerca de la koinonia merecería, por la importancia de su contenido, una consideración especial. No se puede decir que, en el mundo evangélico internacional, dicho documento haya sido o esté siendo ostentado con orgullo, como muestra de los resultados que el nuevo talante ecuménico es capaz de producir. De hecho, es prácticamente desconocido por todos. La nueva luz que ha de alumbrar al mundo evangélico internacional parece permanecer aún debajo de la cama. Sin embargo, ya ha sido hecho público por los contertulios católicos romanos. Parece claro, pues, que, tarde o temprano, habrá que hablar de él.
d) Por último, se podría también hablar del marasmo en el que se halla sumido el mundo evangélico americano con la publicación de documentos tales como Evangélicos y católicos juntos (1994) o El don de la salvación (1997). Es cierto que estos documentos son inseparables del contexto cultural americano, es decir, la lucha de la “mayoría moral” conservadora, de raíces cristianas, para mantener el país frente a los efectos destructores del radicalismo postmodernista. Que los evangélicos, en un país en el que cuentan con una importante presencia pública, actúen para contrarrestar la destrucción de la cultura realizada por los subproductos contemporáneos del liberalismo filosófico y teológico clásicos, es algo innegable. Lo que es totalmente inadmisible que esto sea hecho al precio de silenciar o sacrificar las afirmaciones evangélicas fundamentales, aun en las doctrinas de la salvación. En principio, el pragmatismo no es lo que tiene que caracterizar a los evangélicos, sino la fidelidad a la Escritura, y una cosa es marcar un orden de prioridades (no se puede estar batallando en dos frentes al mismo tiempo) y otra cosa bien distinta es que, para contar con el apoyo de la Iglesia católica romana (Estados Unidos es el tercer país del mundo en población católica) se lime al máximo las diferencias para poder decir que éstas ya han dejado de ser.
Aunque los citados documentos sean inseparables de la cultura americana, es también desgraciadamente cierto que estamos en un tiempo de fusión universal. Cuando nos queremos dar cuenta, lo que considerábamos totalmente ajeno a nosotros ya forma parte de la realidad en la que nos movemos. Una realidad, por otra parte, la mayoría de las veces, meramente virtual, ilusoria. Pretender que, en España, los evangélicos hagamos causa común con el catolicismo romano frente, por ejemplo, a los desvaríos legislativos actuales es, cuanto menos, evidenciar una gran ingenuidad. Querer cantar a dúo con la Iglesia católica romana lo único que pude hacer es que perdamos para siempre la voz.
Es asimismo olvidar que la Iglesia católica romana ha sido y es, por la parte que le toca, responsable de la actual situación moral y espiritual en España. La aplicación a marchas forzadas (forzada por Roma) del programa de Vaticano II sólo ha generado el mayor vacío moral y espiritual en toda una generación de españoles, del cual algunos pocos, por el verdadero Evangelio y la gracia de Dios, hemos salido…
Pero, por otra parte, también es cierto que, por ansias de querer desmarcarse del catolicismo romano, por evitar crisis de identidad o por lo que sea, ponerse del lado de quienes quieren acabar con lo que resta de familia y moralidad cristiana en el país, es una actitud de complicidad insensata y culpable, que no tiene nada que ver, además, con una posición genuinamente evangélica, es decir, bíblica.
3) Por tanto, en esta disyuntiva o encrucijada en el que se encuentra el mundo evangélico actual, aparece como absolutamente imprescindible la profundización y definición de lo que es verdaderamente la teología evangélica. Esta es la tercera perspectiva especialmente interesante del libro de De Chirico, con la que queremos acabar este artículo.
En las páginas finales de su libro, De Chirico lamenta que el polo “espiritualidad de los avivamientos” haya prevalecido sobre el de la “teología de la Reforma” en la actual identidad evangélica. Compartimos este punto de vista, aunque tal vez añadiríamos que, en nuestra opinión, no es cuestión de que un polo prevalezca sobre otro, sino que sea el doctrinal el que ilumine y oriente al espiritual. La primacía ha de ser de la Reforma. Sólo así se puede hallar el equilibrio.
No es extraño que la teología evangélica actual experimente grandes dificultades para concebir al catolicismo romano como un sistema de creencias unificado y coherente. Afirmamos que esto sólo se puede hacer desde la perspectiva de otro sistema de creencias unificado, que comporta una ética determinada personal y social. Creemos, pues, en definitiva, que este sistema es el legado doctrina que el mundo evangélico actual tiene desde los tiempos de la Reforma, legado que, si quiere seguir existiendo, tendrá que restaurar con la mayor pureza, urgencia e intensidad posible, a saber, la teología reformada clásica de la alianza.
Pastor Jorge Ruiz Ortiz
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[1] L. De Chirico, Evangelical Theological Perspectives on the Post-Vatican II Roman Catholicism, Serie Reiligons and Discourse, vol. 19, (Berna: Peter Lang, 2003).