Se puede decir que la fe reformada se halla hoy, contrariamente a lo que ocurría tan sólo unas décadas, en un momento de una cada vez mayor aceptación dentro del mundo evangélico. Es valorada sobretodo por su carácter bíblico y teocéntrico, la coherencia de su sistema teológico, así como, creemos, por la solidez de los mayores representantes de esta tradición. Calvino o los puritanos han dejado, en buena medida, de estar denostados para ocupar un lugar de honor entre la galería de mayores teólogos del cristianismo. Tras años de paciente exposición, se ha podido ir despejando las objeciones y prejuicios en torno a doctrinas como la predestinación, mostrando que ella no es contraria a la evangelización, ni promueve la jactancia y el orgullo del creyente porque pueda decir que es elegido, como tampoco lo instala en un estado de complacencia y de desidia frente a los deberes de la vida cristiana y de las buenas obras.
Todo esto, se puede decir que en buena medida se ha logrado. Pero todavía queda mucho por hacer. Hay áreas capitales de la fe reformada que siguen siendo desconocidas, cuando no desechadas, porque de hecho entran en colisión con la tradición teológica y eclesial en la que el mundo evangélico está mayoritariamente instalado por generaciones. Y de entre estas áreas, una de las principales tiene que ver con la doctrina de los sacramentos.
Un buen indicador de la actitud evangélica corriente en este ámbito es la misma renuencia a utilizar la palabra sacramento. Muchas veces, para evitar su uso, se emplean otras tales como “ordenanzas” o “símbolos”, pues implícita o explícitamente se tiene la percepción (equivocada) de que hablar de “sacramento” sonaría más bien a “católico”. Se puede afirmar que la comprensión común en los evangélicos es la del sacramento como un acto deprofesión de fe. En el Bautismo, el creyente da testimonio de haber creído en Jesucristo y el paso de la antigua a la nueva vida (conversión) estaría simbolizado por la inmersión en el agua. En el caso de la Santa Cena, conmemora el sacrificio de Cristo, en quien cree, por medio de los símbolos de pan y del vino. De esta manera, en el Bautismo o la Santa Cena no se produciría ni se añadiría nada a la experiencia espiritual previa del creyente. Por lo tanto, la fe de los creyentes puede ser vista como el elemento principal a la hora de participar del sacramento, puesto que la relación de los elementos (agua, pan, vino) con Cristo es meramente simbólica. De esta manera, en último extremo, el sacramento puede también llegar a ser visto como una celebración de la fe de los creyentes, o del hecho de que ellos crean.
Hay que decir que la doctrina reformada de los sacramentos está, como veremos, en contraste con esta comprensión evangélica habitual. Sin embargo, tiene un punto en común con ella, que es el rechazo de la doctrina romanista de que la eficacia de los sacramentos reside y es conferida por la virtud del sacramento mismo, es decir, el ex opere operato. Este rechazo es explícito en la Confesión de Westminster 27.3:
“La gracia que es mostrada en los sacramentos, o por ellos usados rectamente, no es conferida por algún poder que haya en ellos”
Implícitamente, la Confesión de Westminster 27,5 también la rechaza al igualar la eficacia de los sacramentos del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento (con respecto al Antiguo Testamento, la teología romanista habla más bien de eficacia ex opere operantis, es decir, por la virtud de la disposición de quien recibe el sacramento):
“Los sacramentos del Antiguo Testamento, en lo que se refiere a las cosas espirituales significadas y manifestadas por ellos, eran, en sustancia, iguales que los del Nuevo”
Éste es el punto de acuerdo entre la doctrina reformada y la más amplia evangélica acerca de los sacramentos. Sin embargo, en un plano más fundamental, hay una gran diferencia, la cual, por cierto, sigue tratando acerca de la virtud o eficacia del sacramento: se trata de la afirmación reformada de que el sacramento no es una ceremonia vana o vacía desprovista de eficacia espiritual alguna.
Esta afirmación se halla ya en la Confesión de Fe de La Rochelle, escrita por Calvino mismo y adoptada en 1559 como la confesión de las Iglesias Reformadas de Francia. En el artículo 34 dice:
“Creemos… que son de tal manera signos exteriores, que Dios opera por ellos en la virtud de su Espíritu, a fin de que no se nos signifique nada en vano”
La Confesión Belga (1561) insiste en este punto. En el artículo 33, sobre los sacramentos en general, afirma:
“Así, pues, las señales no son vanas ni vacías, para engañarnos; porque Jesucristo es su verdad, sin el cual ellas no serían absolutamente nada.”
Más adelante, en el artículo 35, sobre la Santa Cena, añade:
“Ahora pues, es seguro e indudable, que Jesucristo no nos ha ordenado en vano los sacramentos. Pues, de este modo obra en nosotros todo lo que Él nos pone ante los ojos por estos santos signos”
Esta declaración de la Confesión Belga es importante, puesto que establece en qué consiste la eficacia: el sacramento produce lo que ellos mismos significan. Una vez más, esto no significa el ex opere operato romanista, puesto que todas las confesiones reformadas hacen depender la eficacia del sacramento de la acción del Espíritu Santo. Así, la Confesión Belga, art. 33, afirma:
“Son signos visibles y sellos de algo interno e invisible, por medio de los cuales Dios obra en nosotros por el poder del Espíritu Santo”
O, todavía la Confesión de Westminster 27,3:
“La gracia que es mostrada en los sacramentos, o por ellos usados rectamente, no es conferida por algún poder que haya en ellos (…) sino de la obra del Espíritu”
Con todo, se sigue afirmando que, por el poder del Espíritu en el alma del creyente, los sacramentos obran lo que ellos significan. Esta es la misma convicción en cuanto al sacramento que comparte la Confesión de Westminster 27,2 cuando afirma:
“Hay en cada sacramento una relación espiritual, o unión sacramental, entre la señal y la cosa significada; de donde llega a suceder que los nombres y efectos del uno se atribuyen al otro”
La base bíblica que sustenta este artículo –dejando aparte el referido a la circuncisión– hace referencia precisamente tanto al Bautismo como a la Santa Cena:
Mateo 26:26-27: “Y comiendo ellos, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dió á sus discípulos, y dijo: Tomad, comed. Esto es mi cuerpo. Y tomando el vaso, y hechas gracias, les dió, diciendo: Bebed de Él todos”
Tito 3:5: “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó, por el lavacro de la regeneración, y de la renovación del Espíritu Santo”
Creemos, por tanto, absolutamente correcto decir que la concepción de la Reforma en este punto es la de “realismo sacramental”. En ella se recoge la unión existente entre la señal (pan, vino, agua) y su significado, por un lado, así como entre este último y lo que el sacramento opera en el creyente, por otro. La primera unión se corresponde a la definición del sacramento como“señal” y la segunda como “sello” dada en Westminster 27,1 (cf. Romanos 4:11). Esto es así porque, en última instancia, el sacramento no está separado o dividido de Cristo, sino que Él es la sustancia del mismo, como afirma la Confesión Belga 33:
“porque Jesucristo es su verdad, sin el cual ellas (las señales) no serían absolutamente nada”.
Este realismo sacramental se encuentra también en el Catecismo de Heidelberg expresado de manera nítida con la fórmula “tan cierto… como…”:
Pregunta 69: “Cristo ha instituido el lavamiento exterior del agua, añadiendo esta promesa, que tan ciertamente soy lavado con su sangre y Espíritu de las inmundicias de mi alma, es a saber, de todos mis pecados, como soy rociado y lavado exteriormente con el agua, con la cual se suelen limpiar las suciedades del cuerpo.”
Pregunta 75: “Él tan cierto alimenta mi alma para la vida eterna con su cuerpo crucificado y con su sangre derramada, como yo recibo con la boca corporal de la mano del ministro el pan y el vino, símbolos del cuerpo y de la sangre del Señor.”
De esta manera, es evidente que el sacramento no sólo representa la profesión de fe del creyente a la hora de participar del mismo, aunque este también esté contemplado –cf. Confesión de Westminster 27,1: “Los sacramentos son señales y sellos santos del pacto de gracia (…) para comprometerlos solemnemente al servicio de Dios en Cristo, conforme a su Palabra”–. Además de esto, el elemento podríamos decir principal y fundamental del sacramento sería su carácter de promesa divina a aquellos que forman parte de la iglesia.
El sacramento, así, según la Reforma, tiene un papel fundamental para“confirmar” (Westminster 27,1), “alimentar y sostener” (Confesión Belga 35) la fe del creyente. Es decir, es un “medio de gracia” para su crecimiento espiritual y del disfrute de la salvación en Cristo. En la Reforma, por tanto, la espiritualidad de los creyentes no se concibe aparte de los sacramentos, ni de la Palabra de Dios, como tampoco se concibe la Palabra y los sacramentos aparte del ministerio de los pastores debidamente llamados y ordenados en la iglesia visible.
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