Academia de Teología Reformada

28 de febrero de 2013

Sólo a Dios la Gloria

Sola gracia, Solo Cristo, Solo fe, Sola Escritura. ¿A dónde conducen todos estos enunciados? A uno que los resume y culmina: Solo a Dios sea la gloria. Ahí está lo esencial del mensaje de la Reforma.
Tal vez a los provenientes de países latinos todo esto nos suena más bien como una fría expresión de religiosidad, más propia de las gentes del Norte, ya se sabe, más austeras y serias. Nosotros somos gente del Sur, con otro carácter, y vemos la vida de manera distinta. Oímos “Sólo a Dios sea la gloria” y es como si el hombre desapareciera en nuestra mente, como si nos evocara iglesias sin imágenes. Y como Moisés ante la zarza ardiente, nos sentimos atraídos y queremos mirar, pero algo en nosotros nos dice que, puestos a preferir, mejor lo conocido, porque por lo menos es lo “nuestro”. Nos encontramos más a gusto en él, aunque no sepamos decir por qué. Tal vez porque nos resultan más familiares las iglesias donde abundan las representaciones del Dios de gloria, pero también imágenes de hombres glorificados.
Si sólo fuera eso, si el mensaje de la Reforma fuera únicamente una expresión cultural más de la fe, nosotros podríamos sentirnos libres de seguirlo, o no, en función de nuestras inclinaciones personales. Pero lo cierto es que no es así. “Sólo a Dios sea la gloria” es un enunciado bíblico. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad”(Salmo 115:1).
En la Escritura nos encontramos claramente que el mayor deber de toda criatura es el de glorificar a Dios. Ese deber se deriva de quién es Dios, en sí mismo, porque sólo Él es Dios, porque todas Sus perfecciones son infinitas. La Biblia comunica estas ideas cuando habla del nombre de Dios: “Dad a Jehová, oh hijos de los poderosos; dad a Jehová la gloria y el poder. Dad a Jehová la gloria debida a su nombre” (Salmo 29:1). Dios es, además, el Creador de cuanto existe, y el que mantiene todo con vida a cada instante (Hechos 17:24,28). Todo, por tanto, le pertenece. Como el Señor es Dios sobre todas las cosas (Romanos 9:5), como sólo Él es Dios de todos los reinos de la tierra (Isaías 34:16), todo lo que existe está obligado a glorificar a Dios: “Te alaben, oh Jehová, todas tus obras” (Salmo 145:10); “Todo lo que respira alabe a JAH”(Salmo 150:6). El Salmo 148 habla bien elocuentemente del alcance de este deber: han de alabar a Dios seres tan dispares como los ángeles, el sol, la luna, las estrellas, los cielos, los monstruos marinos y los abismos del mar, el fuego, el granizo, la nieve, las nubes, la tempestad, los montes, los árboles, todos los animales, los príncipes y reyes, los jóvenes, los ancianos, los niños… La alabanza a Dios ha de ser universal. “Alaben el nombre de Jehová, porque sólo Su nombre es enaltecido. Su gloria es sobre cielos y tierra” (Salmo 148:13).
Para el hombre, no hacerlo es rebelión. Es gran pecado. La criatura quiere prescindir del Creador, para ocupar Su lugar, como soberano del Universo, y como rey de sus propias vidas. El hombre se cree con derecho a hacerlo, aunque esa actitud no sea más que no querer vivir para el propósito para el cual uno fue creado, porque fuimos hechos para conocer a Dios, para adorarle y gozar de Él para siempre.
Nada se puede hacer sin Dios, pero en el fondo, tampoco nada se puede hacer contra Él. Dios se reirá de los que contra Él se rebelan (Salmo 2:4). En efecto, presentándose ante ellos, les dirá, como a Job: “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra?… Adórnate ahora de majestad y de alteza, y vístete de honra y de hermosura” (Job 38:4 y 40;10). Porque nadie puede frustrar los designios y propósitos soberanos de Dios. El fin que Él se propuso fue el de manifestar Su gloria en todas Sus obras, y nadie podrá impedir el cumplimiento de Su voluntad. “… el que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad”(Efesios 1:11); “Porque de Él, y por Él, y en Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos” (Romanos 11:36). Lo cierto es que llegará el día en el que toda carne reconozca al único soberano Dios: “Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y de los que están en la tierra, y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10-11). Toda rodilla se doblará, por lo que lo hará incluso la de aquellos que por su dureza y por su corazón no arrepentido vayan a conocer el castigo eterno decretado por Dios (Romanos 2:5; Mateo 25:46). Sí, verdaderamente Dios será glorificado por todos.
Para los que en esta vida han gustado la benignidad del Señor (1 Pedro 2:3), los que han abrazado el ofrecimiento de gracia del Evangelio (Juan 3:16; Mateo 11:28 y 22:4), recibiendo a Cristo por la fe (Juan 1:12), los que han hallado que Cristo es su única esperanza en cuanto a la salvación, y que incluso es su misma vida (Colosenses 1:27; 3:4), la perspectiva de la vida cambia completamente. La vida, para empezar, adquiere un sentido, un propósito. Y el fin, el propósito de la vida, aquello para lo que se vive ya no es alcanzar un trabajo bien pagado, o buena posición, crear una familia o hacer muchas cosas en la vida, todo lo cual, en sí mismo, no es malo. Pero quien tiene en él a Cristo (Romanos 8:10), no tiene otro el fin mayor de su vida que no sea el glorificar a Dios: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 14:7-9); “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).
Todo pensando en Dios. Todo pensando en Su buen nombre entre los hombres. Se vive para conocer Su voluntad y para cumplirla, no siendo oidores olvidadizos de la Palabra, sino hacedores de la misma (Santiago 1:22). La religión deja de ser algo impuesto, o algo con lo que se puede jugar o negociar, sino que es de corazón: la fe obra por el amor, se guardan, pues, los mandamientos de Dios (Gálatas 5:6; 1 Corintios 7:19). Para la gloria de Dios.
¿Qué es lo específicamente de la Reforma en toda esta perspectiva? Seguramente, la diferencia estriba en una pequeña palabra: Sólo a Dios sea la gloria. Perspectiva a menudo temida. ¿Aniquilaría ella al hombre? Al contrario, reconoce que lo propio del hombre, lo mejor del hombre, su culminación, su existencia misma, sólo se encuentra en Dios. Lo que no es nacido de Dios y en Dios, es de la carne.
“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:6-7);
“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:12-13);
“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
¡Si tan sólo todos pudiéramos ver las cosas así! ¡Si, por Jesucristo, tan sólo todos pudiéramos decir, ahora y de corazón, ¡Sólo a Dios sea la gloria!
___________
Jorge Ruiz Ortiz, publicado en En la Calle Recta, nº 206 (mayo-junio 2007), pp. 19-21

26 de febrero de 2013

Sola Escritura


¿Quién es el juez supremo en la Iglesia? ¿Quién es el que ha de decidir toda cuestión de fe y de conducta, toda disputa religiosa, toda opinión de los antiguos autores cristianos, toda nueva enseñanza de doctores y teólogos, todo decreto conciliar? ¿Quién es la autoridad última, por tanto, quién posee la autoridad soberana?
Para todo aquel que se tome la fe en serio, estas preguntas no carecerán de interés, al menos a poco que se las plantee. No se trata de un mero asunto “de teólogos”, o “cosas de la Iglesia”, que a los simples creyentes “ni nos van, ni nos vienen”. Porque, al final, la cuestión no es otra que la siguiente: ¿En qué reposa nuestra fe, y por qué?
El asunto, tanto si así nos lo parece como si no, tiene una importancia trascendental. Porque, la Palabra de Dios nos exhorta a los creyentes a “que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los creyentes”(Judas 3); a obedecer de corazón “a aquella forma de doctrina a la cual sois entregados” (Romanos 6:17); a perseverar en el Evangelio que los apóstoles han predicado: en efecto, Pablo dice “si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (1 Corintios 15:2). Por lo tanto, la pregunta inicial (¿Quién es entonces el juez supremo en la Iglesia?) no se puede dejar aparcada inconscientemente, porque ¿quién nos dice lo que ha de ser creído, lo que ha de ser obedecido, lo que ha de ser retenido, y también ¡lo que ha de ser rechazado!: “aun si nosotros, o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8)?
Respuestas distintas a esto han sido dadas, sin duda, en la historia. Pero vayamos a lo seguro. Veamos el panorama que nos ofrece la Biblia.Consideremos la disputa no pequeña que hubo hace unos dos mil años en el pueblo de Israel. Los apóstoles predicaban que Jesús era el Mesías prometido en las Escrituras del Antiguo Testamento, el Hijo de David, el Hijo de Dios (Romanos 1:3-4). ¿Y cómo lo hacían? Veámoslo brevemente. Nos dice la Biblia que los que creyeron en Berea eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, “pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras, si estas cosas eran así” (Hechos 17:11). Y también que un judío llamado Apolos, natural de Alejandría, varón elocuente y poderoso en las Escrituras “con gran vehemencia convencía públicamente a los judíos, mostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo” (Hechos 18:28). Y que aun el apóstol Pablo, estando preso en Roma, testificaba a los judíos “persuadiéndoles lo concerniente a Jesús, por la ley de Moisés y por los profetas, desde la mañana hasta la tarde” (Hechos 28:23). El mismo apóstol Pablo, al ver la incredulidad de ellos simplemente añadió: “Bien ha hablado el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: Ve a este pueblo, y diles: De cierto oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis…” (Hechos 28:25-26).
¿Quién fue, entonces, el juez supremo en cuanto a la predicación de los apóstoles, y que hizo que la Iglesia se separara de la sinagoga? ¿Quién determinó entonces qué enseñanza era la verdadera, y quién estaba en el error? ¿Era, por un casual, la predicación de los apóstoles misma? ¿La predicación apostólica se legitimaba por sí misma? ¿Reclamaba para sí esa potestad? Está claro que no: La predicación de los apóstoles acerca de Jesús no aspiraba a ser nada más que la exposición de verdad de las Escrituras del Antiguo Testamento.
Por cierto, ¡esto mismo fue el proceder de Jesucristo! “Y comenzando desde Moisés, y de todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). Preguntado acerca de una disputa teológica, acerca de la resurrección, Jesucristo respondió a los saduceos, que precisamente no creían en ella, y lo resolvió todo diciendo: “Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios… ¿No habéis leído lo que os es dicho por Dios que dice…?” (Mateo 22:29,31). La práctica de Jesús de apelar como veredicto final a la Escritura no fue, de hecho, ninguna novedad, puesto que las mismas Escrituras del Antiguo Testamento establecían a las mismas Escrituras como la última instancia donde toda disputa tenía que ser dirimida: “si os dijeren: Preguntad a los encantadores y a los adivinos, que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios?… ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:19-20).
Que Jesucristo mismo, el Hijo eterno de Dios, se remitiera a la autoridad final de la Escritura nos tiene que dar que pensar. ¿Qué significa esto, cuando leemos que Cristo Jesús “estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente” (Filipenses 2:8)? ¿No habla todo esto de la autoridad divina de la Escritura, como Palabra de Dios? ¿No dice el Salmo 33:6 que la Palabra del Señor es el “espíritu de su boca? ¿Y no dijo igualmente Jesús que “las palabras que yo os he hablado son espíritu, y son vida” (Juan 6:63)?
¿Qué respuesta entonces hemos de dar a la pregunta: quién es el juez supremo en la Iglesia? La respuesta dada por la Escritura: el juez supremo son las Sagradas Escrituras mismas, anunciadas por los profetas, cumplidas por Jesucristo, proclamadas por los apóstoles. Dios es el autor de ellas, el Espíritu Santo habla por ellas y con ellas. Al haber sido dadas por Dios, la Iglesia ha recibido “la fe una vez dada a los creyentes”, la fe que de la que Pablo dice “si la retenéis, sois salvos”.
La respuesta dada por la Iglesia católica romana, en la historia y hasta llegar a la actualidad, se parece bastante a esto, pero difiere lo suficiente como para ser tan distinta, que no es ni será nunca la misma. En el Concilio de Trento, en el Decreto sobre la Escrituras canónicas, la Iglesia obediente al papa proclamó que la verdad que conduce a nuestra salvación son las Escrituras canónicas y las tradiciones no escritas. Escritura y tradición están, pues, al mismo nivel. Por tanto, doble fuente de la revelación.
Pero, pequeña pregunta: desde este punto de vista, ¿quién determina lo que, dentro de la tradición cristiana, es la tradición “fuente de la verdad” católica? La respuesta tardó algo en llegar, pero al final llegó. Fue dada en el Concilio Vaticano I, con su doctrina de las “dos reglas de fe”: La Tradición, y el Magisterio o enseñanza oficial actual de la Iglesia. Y de esta manera tan sutil, tan eficaz, el Magisterio se blinda definitivamente. Su palabra se convierte en irrecusable. Está por encima de todo, se planta en la Iglesia como soberana. Puede así desatarse de las cuerdas de la Tradición (¡y de la Escritura!) que le parece demasiado cortas; puede asimismo añadir a lo que está escrito negro sobre blanco en las páginas de la Escritura, con el mismo peso de autoridad que ellas. De hecho, hace todas esas cosas, y en profundidad. Y, dentro de la Iglesia católica romana, y aun fuera de ella, ¿a quién le importa?
Sin embargo, la Biblia dice acerca de la Biblia: “Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos; y que alcanza hasta partir el alma, y aun el espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13). Si nos damos cuenta, esta porción nos dice, nada menos, que la Palabra discierne y juzga ahora todas las cosas, como también Dios las juzgará también en el último día. Si la Palabra juzga todas las cosas, entonces a la Palabra no le hace falta nada para juzgarlo todo. Y si la Palabra lo juzga todo, el juez supremo, para la Iglesia y en la Iglesia, es la Escritura, ¡y sólo la Escritura!
La Iglesia no, es por tanto, juez, sino ha de estar continuamente sometiéndose al dictamen de la Sagrada Escritura. Ni la tradición ni la Iglesia establecen la verdad de la Escritura, sino que la verdad de la Escritura se encuentra en los límites de la verdadera tradición cristiana. Por consiguiente, la Palabra tiene siempre, y para todos, la última palabra. Una vez más: sólo la Palabra de Dios es el juez a toda palabra de hombres.
“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre como la flor de la hierba; se secó la hierba, y la flor se cayó; mas la Palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24-25).
__________
Jorge Ruiz Ortiz, En la Calle Recta, nº 199 (marzo-abril 2006), pp. 9-11.

25 de febrero de 2013

Sola Fe


En la Biblia, la Palabra de Dios, nos encontramos una lógica admirable. Lo cual no significa que ella sea producto de la inteligencia humana, sino que todos sus enunciados constituyen la misma verdad divina. La inteligencia del hombre puede entonces contemplar y comprender el conjunto de verdades de la Biblia, cómo éstas verdades van cogidas de la mano, cómo una trae a la otra y, por diferentes caminos, todas nos llevan finalmente a Jesucristo, porque todas las Escrituras nos dan testimonio de Él (Juan 5:39).
De este modo, si la salvación, como hemos venido viendo, es “Sólo por gracia” y “Sólo por Cristo”, es decir, es una obra sólo de Dios para el hombre, entonces ¿cómo el hombre la recibe? ¿de qué manera el hombre es salvo? La respuesta no ha de ser una deducción lógica nuestra, sino una afirmación concisa y clara de la Escritura: “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3; Génesis 15:6).
El sentido de estas palabras no es otro que el siguiente: Abraham creyó y se le imputó justicia. E imputar es la idea de que Dios nos declara justos; es la decisión del justo juez que, al creer nosotros en Él, no nos declara culpables, sino inocentes. “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y sus pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no imputa pecado” (Romanos 4: 7-8; Salmo 32:1-2). Por lo tanto, Dios nos considera justos, atribuyéndonos justicia. Ahora bien, ¿qué justicia nos atribuye, nos imputa, Dios? ¿La que nosotros hemos conseguido con nuestras propias obras? En absoluto. Romanos 4:6 nos habla que se trata de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye “justicia sin obras”. No obramos nosotros esa justicia, sino que nos es dada al sernos imputada. ¿O será más bien el hecho de creer, el que nos es contado por justicia? Al carecer nosotros de obras, ¿creemos a Dios y por ese acto de fe somos hechos justos? ¿Es el creer entonces una obra de justicia nuestra? Se trata, sin duda, de una sutil manera de que nuestra fe sea considerada como substituta de obras y que sea, por tanto, una obra nuestra por la que alcancemos justicia. A esta idea se le aplica entonces la misma sentencia ya vista: la Biblia sigue hablando aquí de que Dios atribuye “justicia sin obras”, sean estas del tipo que sean.
¿Qué justicia, pues, es la que, al creer nosotros, Dios imputa? Pablo había escrito de ella poco antes: “La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo”(Romanos 3:22). Hay que darse cuenta de que es una justicia de Dios. Como justicia, es una obra en conformidad con Su santa Ley. Como justicia de Dios, es una obra de justicia hecha por Dios mismo: Es por tanto una obra de salvación en Cristo a los pecadores, perdonando sus pecados y declarándolos justos, y ello en conformidad con la Ley de Dios, por cuanto la obediencia de Cristo y su muerte en sacrificio por el pecado satisfizo completamente estas demandas de la Ley: “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por Su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en Su sangre… a fin de que Él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:23-26); “por la justicia de uno, vino a todos los hombres la justificación de vida… por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:18-19).
Por tanto, se es justificado por la fe. Y si se es justificado por la fe, entonces, como hemos visto, se es justificado sólo por la fe. Pero no sólo eso. Si es justificado por la fe, se es salvo por la fe. Tan importante es la justificación, tan grande, tan transcendental es ella, que si hemos recibido la justificación, se ha recibido ya la salvación. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”(Efesios 2:8-9); “Porque a los que antes conoció, también los predestinó… y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8,29-30). “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna” (Juan 3:26). Por consiguiente, se puede decir también que se es salvo sólo por la fe.
Evidentemente, nadie duda que las obras son importantes en la salvación. No se puede concebir la salvación sin obras, ni sin santidad, por lo que alguien que ha sido salvo ha de andar en buenas obras y en santidad: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10); “Seguid la paz para con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios” (Hebreos 12,14). Pero en lo que a recibir la salvación se refiere, se recibe por la fe, sólo por la fe, y de una vez y para siempre. Lo cual, evidentemente, implica que se puede tener la seguridad de la salvación, sobre la base del testimonio de las Escrituras, al reconocer en nosotros la existencia de una fe verdadera y genuina en Jesucristo. “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe”(Hebreos 10:22); “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene gran galardón”(Hebreos 10:36); “Pero nosotros no somos de los que retroceden para salvación, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (Hebreos 10:39).
Ahora bien, ¿qué es, en concreto, la fe por la que somos salvos? Según la Biblia, la fe por la que somos salvos no es un mero conocimiento o creencia intelectual en que lo que afirmaciones de la Biblia son ciertas. “También los demonios creen, y tiemblan” (Santiago 2:19). Tampoco se trata de una persuasión moral, por la que los hombres están convencidos interiormente acerca de la Escritura: “te apoyas en la ley, y te glorías en Dios, y conoces Su voluntad, e instruido por la ley apruebas lo mejor, y… ¿deshonras a Dios?”(Romanos 2:17-23).
El conocimiento y la persuasión están evidentemente incluidas en lo que es la fe, pero la fe, por la cual recibimos la justificación y la salvación, es, en esencia, otra cosa. Se trata, en una palabra, de confianza“Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado jamás” (Salmo 25:2); “Oh Dios, ten misericordia de mí, porque en Ti ha confiado mi alma” (Salmo 57:1); “Mas yo en Ti confío, oh Jehová; digo: Tú eres mi Dios” (Salmo 31:14). “Creo, ayuda mi incredulidad” (Marcos 9:24); “Él(Abraham) creyó en esperanza contra esperanza… y no se debilitó en la fe… Tampoco dudópor incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido…” (Romanos 4:17-21). Creer en Cristo para salvación es, pues, ir a Cristo y descansar en Él (Mateo 12:25); recibirlo (Juan 1:12); comer y beber de Él (Juan 6:35.54). En una palabra, es confianza, genuina, de corazón.
A la Iglesia que profesa obediencia al papa de Roma (y hablamos de ella como institución),  parece que no le gusta todo esto. En el Concilio de Trento, allá por los tiempos de la Reforma, declaró anatema a todo aquel que creyera o enseñara que se es justificado y salvo sólo por la fe, o que la justicia de Cristo nos es imputada al creer, o que es posible, sobre la base del testimonio de la Escritura, tener en esta vida la seguridad de la salvación. Y jamás se ha retractado de todo ello. Esta Iglesia, pues, prefiere pensar en la salvación de manera diferente. Para ella, o es merecida por nosotros, o es injusta, con lo cual, evidentemente, esta Iglesia hacer apartar la vista de la gente de justicia de Cristo. Y la fe, consiguientemente, es también otra cosa: básicamente, dar el asentimiento a lo que ella, la Iglesia, enseña. Con este tipo de fe, y con este tipo de salvación, evidentemente, la religión también es otra cosa bien distinta de lo que hemos estado viendo. ¿Y por qué se prefiere este tipo de religión? Ciertamente, es un misterio. Para quien quiera seguir siendo fiel a la religión del papa de Roma y del Concilio de Trento, evidentemente, todo lo visto anteriormente no será suficiente. Pero, sinceramente, como decía un antiguo himno evangélico: “¿Has hallado en Cristo la gracia y perdón? / ¿Eres salvo por la sangre de Jesús?”.

Autor: Dr. Jorge Ruiz Ortiz

15 de febrero de 2013

Solo Cristo


En la mentalidad de hoy día, es evidente, no se toma muy en serio a Dios. Hablar públicamente de Dios resulta molesto, cuando no irrisorio. Eso en el ámbito público. Luego, en privado, ya se sabe, cada cual tiene su intimidad, su corazoncito, y es ahí donde se puede acomodar a Dios sin problemas. Cada uno, “cristiano de nacimiento”, tiene su propio derecho personal e intransferible a Dios, y cada uno se relaciona pues con Dios a su manera, la que más le conviene o la que más se adapta a su manera de ser. Sea ésta cual sea, no importa, será válida, porque es “a mi manera”. De este modo, siempre se agradece el concurso de todo aquello que (sea persona, animal o cosa) pueda ayudar a acercarse a Dios, porque, a pesar de todo, ¡Él sigue encontrándose tan lejos!
La Iglesia de Roma siempre ha promovido esta manera de pensar y actuar, barnizando de cristianismo todo aquello del “estado natural” (es decir, el paganismo, la vida sin Dios) que considere útil. Nos encontramos así con todo el panteón de santos, vírgenes, reliquias, lugares santos, etc, etc, que ornan por doquier nuestros países católicos. Con sus respectivas festividades. Apoteósico, sin duda. En la actualidad, llevada esta lógica hasta sus últimas consecuencias, la Iglesia papal está dispuesta a reconocer “mediaciones parciales” incluso en otras religiones no-cristianas. De esta manera, el panteón puede extenderse hasta límites insospechados. La iglesia papal va camino así de convertirse en la religión universal. Es cuestión de tiempo.
Sin embargo, ¿es ésta la verdad bíblica? Dejemos hablar a la Biblia: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).
Nos acercamos a Dios solamente a través de Cristo y en Cristo. Y esto no es una cita aislada de la Escritura. Jesucristo mismo dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Y esto es así, primeramente, porque Dios se ha acercado al hombre sólo en Cristo. “Dios fue manifestado en carne…” (1 Timoteo 3:16); “En el principio era el Verbo (Cristo), y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1); “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).
Si meditamos tan sólo un poco en esto, seremos sin duda llenos de un inmenso asombro y admiración. Jesús, la persona que hace dos mil años nació en Belén, que fue envuelto en pañales, que crecía y se fortalecía, que recorrió las tierras de Galilea haciendo el bien, que habló, que comió y bebió, que se alegró, se fatigó, lloró sobre Jerusalén y en la noche que fue entregado se puso triste hasta la muerte (el apóstol Juan dirá “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos”; 1 Juan 1:1) ¡era realmente Dios hecho hombre, verdadero Dios y verdadero hombre!
Jesucristo es así nuestro único Mediador con Dios porque en su misma personala divinidad y la humanidad se unen de manera perfecta. Pero Jesucristo es también, en segundo lugar, nuestro único Mediador por la obra que el hizo. Él fue “nacido de mujer”, por tanto, como hombre, fue “nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley” (Gálatas 4:4), es decir, a los hombres en condenación por sus delitos y pecados (Efesios 2:1-3). No hay excepción,“todos están bajo pecado” (Romanos 3:9); “porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Romanos 3:20).
Jesucristo es así nuestro “postrer Adán” (1 Corintios 15:45), nuestro representante ante Dios, como Adán lo fue a su vez en el jardín del Edén: Adán ciertamente habría recibido vida eterna si hubiera permanecido en obediencia a Dios (cf. Génesis 2:16-17; Romanos 10:5: “el hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas”). Pero por la desobediencia de Adán, todos sus descendientes hemos sido constituidos pecadores ante Dios (Romanos 5:19). Sin embargo, Cristo “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”(Hebreos 5:8); “se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8); “en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (Hebreos 5:7); “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
La muerte de Jesús fue el sacrificio del “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), la víctima inocente que tenía que morir, porque “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” de pecados (Hebreos 9:22). En efecto, “en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26).
¡Maravillosa verdad! ¿Qué le falta a la obra de Cristo para salvar? Nada, absolutamente nada. Por su muerte, Cristo ha obtenido “eterna redención”(Hebreos 9:12); “con una sola ofrenda (su muerte) hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). Cristo además ha resucitado y ascendido a los cielos “viviendo siempre para interceder” a Dios por los que se acercan a Él (Hebreos 7:25). ¿Dios rehusará de escuchar la intercesión de Su Hijo, ganada al precio de Su preciosa sangre? ¡Abajo con tales pensamientos! “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24).
El mayor problema de las “mediaciones parciales” (ya sean las provenientes del paganismo, tradicionalmente barnizadas de cristianismo, o las que ciertamente se tomarán sin disimulos de las otras religiones) es que restan gloria a la gloria de Cristo. No la incrementan, no. El reflejo intuitivo católico romano se equivoca totalmente. “Yo Jehová; éste es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas” (Isaías 42:8); “Porque Jehová Tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso” (Deuteronomio 4:24); “porque nuestro Dios es un fuego consumidor” (Hebreos 12:29); el apóstol Pablo mismo escribía a las iglesias “os celo con celo de Dios” (2 Corintios 11:2). La denuncia del profeta Ezequiel sigue, pues, en pie: “sus sacerdotes violaron mi ley, y contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y limpio” (Ezequiel 22:16).
Pero no sólo eso. Lo cierto, lo tristemente cierto, es que, para el hombre, todas estas “mediaciones parciales” resultan inútiles. No podía ser de otra manera, puesto que Dios jamás las ha instituido. Poner entonces la confianza en ellas sólo puede conducir, ya a la decepción más profunda, ya al engaño más atroz. Se trata, nada menos, de la salvación o condenación eterna de las personas. El testimonio de la Palabra de Dios es firme y no admite réplicas: “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Quien lo quiera recibir, comprobará que, verdaderamente, no hacen falta otros mediadores (as). Sólo Cristo salva.
_______
Jorge Ruiz Ortiz. Artículo publicado en “En la Calle Recta”, nº 197, (nov.-dic. 2005), pp. 23-25.

14 de febrero de 2013

Solo Por Gracia



“Solo por Gracia”. Éste es uno de los lemas principales de la Reforma, que afirma que la salvación del pecador es asunto única y exclusivamente de gracia divina. Y este lema es, simplemente, el fiel reflejo de la enseñanza de las Sagradas Escrituras: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). “Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:2-4).
Pero, ¿qué significa en concreto este lema, “Sólo por gracia”? Pues significa, en primer lugar, que el hombre es pecador, y no sólo esto, sino que se encuentra profundamente hundido en el pecado. “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5); “No hay justo, ni aun uno”(Romanos 3,10); “Las iniquidades prevalecen contra mí” (Salmo 65:3). El hombre es, de por sí, en su misma esencia, en todo su ser, pecador. Todo hombre que viene a este mundo, por el hecho de nacer hombre, es contado entre los pecadores, ya que el primer hombre se rebeló contra Dios. Si la raíz de la raza humana, Adán, pecó, también las ramas, todos sus descendientes, están en pecado. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).
Nada puede hacer el hombre para dejar de ser pecador. Todas sus obras están manchadas de pecado. Incluso sus obras de justicia. “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia” (Isaías 64:5). El bautismo mismo, se administre en la infancia o en la edad adulta, no lo puede quitar. “El pecado de Judá escrito está con cincel de hierro y con punta de diamante; esculpido está en la tabla de su corazón”(Jeremías 17:1); “El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva – no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios – por la resurrección de Jesucristo” (1 Pedro 1:21).
Ser salvo “Sólo por Gracia” significa, en segundo lugar, que el hombre, para ser salvo, no contribuye ni coopera en nada con sus obras. Para empezar, no quiere, porque es pecador y enemigo de Dios. Y si quiere, no puede. “Y no queréis venir a Mí, para que tengáis vida” (Juan 5,40); “Ninguno puede venir a Mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:65); “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago… Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (Romanos 7:19.21).
Hablar que el hombre contribuye para ser salvo con sus propios méritos es hablar de algo que no existe. ¿Qué es un mérito para con Dios? ¿Una deuda que Dios tiene contraída con nosotros, por lo bueno que somos? Ya hemos visto que de buenos, nada. “Ya hemos acusado a judíos y gentiles, que todos están bajo pecado” (Romanos 3:9). Y si alguien dice todavía que algunas buenas obras hacemos, por tanto méritos, pongamos todas las buenas obras que hayamos podido hacer en un lado de la balanza y, luego, pensemos en lo siguiente: “Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de toda la ley” (Santiago 2:10). ¿Cómo podemos ser entonces, al mismo tiempo, merecedores de algo por nuestras buenas obras, y culpables de toda la ley, puesto que “todos ofendemos muchas veces” (Santiago 3:2) y“si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8)?
Así que, ¿dónde están esas buenas obras, esos méritos, que el Dios de justicia y santidad infinitas está obligado a premiar? “¿Traerá el hombre provecho a Dios? Al contrario, para sí mismo es provechoso el hombre sabio. ¿Tiene contentamiento el Omnipotente en que tú seas justificado, o provecho de que tú hagas perfectos tus caminos” (Job 22:1); “Si fueres justo, ¿qué le darás a Él? ¿O qué recibirá de tu mano?” (Job 35:7).
Ni siquiera el hecho de creer en Jesucristo es un mérito que se contrae para con Dios. Tan apegados estamos a sentirnos importantes, que hasta esa idea se nos puede pasar por la cabeza. Sin embargo, ya lo vimos al principio, la fe misma es un don de Dios (Efesios 2:8). Y Filipenses 2:13 dice: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por Su buena voluntad”. El hecho mismo de creer, pues, sigue siendo una gracia, y no una obra o un mérito. Mejor, pues, quitarnos esa idea de la cabeza.
Ser salvo “Sólo por Gracia” significa, en tercer y último lugar, que Dios es el único actor de nuestra salvación. Es Dios, sólo Él y no nosotros, quien, en Cristo y por Cristo, nos salva de nuestros pecados. Y esto, lo afirma la Escritura repetidas veces. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo… que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:18-19); “Mas Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8); “Y llamarás Su nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).
La importancia de la afirmación de la Reforma, y de la Escritura, de que somos salvos “Sólo por Gracia”, ha de ser muy tenida en cuenta. Si la salvación es por obras o por méritos, no es por gracia, y si es por gracia, no hay obras o méritos que nos salven. Si es por obras o méritos, la salvación es un salario o una deuda. El hombre tiene entonces de qué gloriarse. Aunque sea sólo un poquito, da igual. Él ha contribuido, si ha sido salvo es gracias a lo que él mismo ha hecho. Los demás pueden felicitarlo, admirarlo por su celo y abnegación, llamarlo “su santidad” y cruzar la calle tan sólo para besarle la mano. Él puede incluso felicitarse a sí mismo, venir al templo y, como el fariseo, decir “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”… Sin embargo, si la salvación es por gracia, y sólo por gracia, entonces la salvación es un acto exclusivamente de misericordia divina. En nada mejores que los demás, el Señor nos amó en Cristo, nos dio a Cristo para conocer Su amor y fuimos así salvos.
“Y Él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados… y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por Su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; por gracia sois salvos” (Efesios 2:1,3-5).
Querido amigo, ¿tienes conciencia, tienes la seguridad, de haber sido salvo, por Cristo, sólo por gracia?
_____________
Jorge Ruiz Ortiz, artículo publicado en “En La Calle Recta”, nº 196, (sept.-oct- 2005), 6-8

12 de febrero de 2013

Un Solo Sacrificio, Un Solo Sacerdote.

Tras haber realizado la obra de redención en Su humillación, Jesucristo la continúa en Su exaltación. A la expiación de su sacrificio en la cruz, le sigue su presencia ante el trono de Dios Padre en calidad de Mediador. Jesucristo es el Rey, a cuyos pies el Padre le sujetó todas las cosas (Hebreos 2:8-9). Pero también Él es el Sacerdote celestial, el único designado y aprobado por el Padre para llevar a cabo este ministerio a favor de los hombres (Hebreos 5:5-6). Él es, pues, Sumo Sacerdote y Rey, según el orden de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, Rey de justicia y Rey de paz (Hebreos 5:10 y 7:1-3). Es en la Carta a los Hebreos donde se nos expone de manera más detallada este maravilloso oficio o ministerio del Jesucristo exaltado como Sumo Sacerdote de Su pueblo. Este es precisamente uno de los temas principales de esta epístola.
En el Antiguo Testamento, el Sumo Sacerdocio de Cristo era prefigurado por el ministerio de Aarón y de su descendencia. Éste y sus hijos fueron solemnemente consagrados a Dios en la ceremonia descrita en Éxodo 29. Su principal cometido era entrar en el Lugar Santísimo de Tabernáculo (y posteriormente, del Templo), una vez al año, en el Día de la Expiación, introduciendo allí la sangre de las víctimas de los sacrificios de animales (Levítico 16). Primero debía ofrecer sacrificio por los pecados suyos y los de su familia, y después por los pecados del pueblo.
Todo esto no era sino “figura y sombra de las cosas celestiales”, que son las de Jesucristo y Su obra (Hebreos 8:5). El Evangelio era predicado así en la antigüedad, por medio del sacerdocio levítico y de los sacrificios de animales. Se recordaba continuadamente a los judíos tanto su pecado como la única manera de obtener perdón de parte de Dios (Hebreos 10:3). Se anunciaba que Dios concedía misericordiosamente perdón a Su pueblo, pero no sin que una víctima recibiera el castigo por los pecados. En el Antiguo Testamento, pues, los sacrificios de animales, instituidos por Dios, prefiguraban la futura expiación de los pecados en la muerte de Jesucristo, el Cordero de Dios.
Por lo tanto, Jesucristo dio cumplimiento, en Su obra de salvación, tanto a los tipos de los sacrificios de animales, como al sacerdocio de Aarón y de sus descendientes.
El sacerdocio de Jesucristo es una obra tanto de Su naturaleza divina como de Su naturaleza humana, puesto que es la única persona del Hijo (Dios-Hombre, Hijo de Dios e Hijo del Hombre) la que actúa. Esto se pone de manifiesto desde el mismo inicio de la carta, al decirse que Jesucristo, el Hijo, revelación última y definitiva de Dios, quien participó en el principio en la obra de la Creación, quien es la expresión del ser mismo de Dios, quien gobierna todas las cosas en Su Providencia, se ha sentado a la diestra del Padre en las alturas, tras haber realizado la salvación mediante la entrega de sí mismo a la muerte (Hebreos 1:2-3).
En el ministerio del Sumo Sacerdocio, la humanidad de Cristo tiene un papel primordial. Fue necesaria Su encarnación para poder llegar a ser el Sacerdote celestial. Su obra de salvación debía ser cumplida por medio de los sufrimientos como hombre (Hebreos 2:9). Él debía participar de la misma naturaleza de aquellos a los que iba a salvar, y es por eso fue en todo hecho semejante a los hombres, excepto en el pecado (Hebreos 2:17 y 4:15). De esta manera, el pecado podía ser expiado en Jesús como hombre, puesto que fueron los hombres quienes pecaron y son a hombres a quienes Él salva. Pero al mismo tiempo, el Sacerdocio de Jesucristo es también obra suya en Su divinidad. “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos… pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:17 y 18). Sí, Jesucristo es el Dios Todopoderoso y clemente para poder socorrer a aquellos por los cuales sufrió. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades… Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15 y 16).
De esta manera, al sacrificio expiatorio del Mediador, eficaz para salvación, hecho una sola vez en Su muerte en la cruz del Calvario (“porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”, Hebreos 10:14), Jesucristo ahora en el cielo acompaña o añade su intercesión al Padre por aquellos por los que murió (“por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”, Hebreos 7:25). De lo cual, según la carta a los Hebreos, se desprende, para los que se acercan a Dios por medio de Él, un fortísimo consuelo y una firme esperanza (6,18-19), e incluso una “plena certidumbre de fe” (10:22).
Démonos cuenta que fue necesario el cambio de sacerdocio del Antiguo al Nuevo Testamento. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran de por sí ineficaces: “porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no pueden quitar los pecados” (Hebreos 10:4), y los sacerdotes debían presentar primero sacrificios de animales por sus propios pecados. Por necesidad tenían que ser reemplazados por el sacerdocio y el sacrificio perfecto de Jesucristo. Si no fuera así, nada habría cambiado, y seguiríamos estando entonces bajo el Antiguo Testamento. La Palabra de Dios es clara en este punto: “Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón. Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley” (Hebreos 7:11-12).
Siendo así las cosas, si Jesucristo lleva a cabo este Sumo Sacerdocio en Su naturaleza divina y en Su naturaleza humana, por Su sacrificio en la cruz y Su continua intercesión en el cielo, si por todo ello, el Sacerdocio de Cristo es eficaz para la salvación, ¿qué necesidad tiene Cristo, y qué necesidad tiene el Padre, de que este Sacerdocio sea completado por otros “sacerdotes” humanos? ¿Qué necesidad hay que los hombres repitan continuamente el sacrificio de Cristo? Eso hubiera sido necesario si nada hubiera cambiado, y todavía estuviéramos bajo el Antiguo Testamento. Pero la Escritura desecha esta idea: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo” (Hebreos 10:24-26). Pero no es ése el caso, puesto que continúa diciendo “pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”. Los sacerdotes del Antiguo Testamento tenían necesidad de volver a presentar sacrificios, primeramente por sus propios pecados, sin embargo, Cristo no tiene esta necesidad, puesto que “tal Sumo Sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:27). Por lo tanto, continúa diciendo la Escritura que Cristo “no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo, porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (7:28).  Con lo cual, si nos damos cuenta, claramente está afirmado que Cristo no tiene necesidad de repetir Su sacrificio para salvar a Su propio pueblo.
Por lo tanto, ¿qué necesidad tienen los que han depositado su fe en el Sumo Sacerdote Jesucristo, de que los hombres, según se pretende, repitan en la tierra a diario Su sacrificio? ¿Y quién toma para sí este oficio, del que no hay necesidad para con Dios, si ni aún Cristo en Su humanidad tomó para sí esta honra (Hebreos 7:4-5), sino sólo por haber sido declarado como tal por Dios Su Padre (7:10)?
________
Jorge Ruiz Ortiz. Artículo escrito para la fundación “En la Calle Recta”.

11 de febrero de 2013

La Confesión de Fe de Casiodoro de Reina, ¿Una Confesión Reformada?

Parte 1


El siglo XVI no fue la hora de la Reforma en España. Ello se debió a numerosos factores: el más conocido, el más citado, la obra de la Inquisición, pero más raramente se señalan factores políticos, como por ejemplo el Sacro Imperio Romano Germánico, entidad política que tendía a unificar la Europa cristiana y cuya cabeza nominal era, por primera vez, el monarca español. En efecto, la Reforma y el Imperio son realidades antagónicos: el principio de la Reforma, la soberanía de las naciones y de las Iglesias particulares, se opone al principio de hegemonía transnacional del Imperio y Roma.
Ya sea por la Inquisición o por el Imperio, la aportación española a la Reforma fue secundaria, por no decir marginal. En el interior de España, dos congregaciones protestantes, una en Valladolid y otra en Sevilla, serán descubiertas y fulminadas en los autos de fe de 1559. Como consecuencia, algunas decenas de refugiados españoles van a encontrarse lejos de su patria, en medio de un continente en plena agitación política y religiosa, en la época en la que las diferentes iglesias protestantes delimitarán sus fronteras, frente al catolicismo romano pero también entre ellas.
Entre estos refugiados, cabe destacar un grupo de monjes procedentes del monasterio jerónimo de San Isidro, en Sevilla. Estos monjes vivirán la experiencia brusca de la huida del país hacia el año 1557, antes de que la Inquisición se lance sobre los protestantes clandestinos en España. En pocos años, estos monjes pasarán directamente del monasterio al ministerio en las diferentes Iglesias de la Reforma. Desgraciadamente, estos personajes no han sido muy estudiados, aunque ciertamente pueden ofrecer unas perspectivas nuevas de ese inmenso movimiento histórico que fue la Reforma, aportando detalles de la misma que puedan ser significativos, algo así como una visión de su trastienda.
Además, como protestantes españoles, tenemos el interés añadido de comprender las razones del fracaso del protestantismo en el exilio. Aunque tal vez sea difícil de admitir, hay que hablar de fracaso, puesto que este protestantismo, hablando en términos generales, no consiguió perdurar ni hacer una aportación decisiva para las generaciones venideras. La única excepción, por supuesto, es la traducción de la Biblia al español, todavía hoy en vigor en nuestro país y en el mundo de habla hispana, la venerable Reina-Valera.
El traductor más importante de esta Biblia española fue, como sabemos, Casiodoro de Reina (¿1520?-1594). Sin embargo, existe otro aspecto de su obra extremadamente interesante y mucho menos conocido: La Confesión de fe cristiana, que a veces se conoce, sobretodo en Inglaterra, como laConfesión de fe española. Dar el título de española a esta confesión es sin duda exagerado, puesto que en España es prácticamente desconocida y en el extranjero, ignorada, a excepción de la ya citada Inglaterra, a quién debemos una publicación reciente.(1) Para abordar el estudio de este documento, un buen punto de partida es el ofrecido por uno de los mayores estudiosos de los protestantes españoles, curiosamente un inglés, el historiador Gordon Kinder, quien ha editado la publicación de la confesión de fe de Reina. Acerca de esta confesión, Kinder afirma que:
“Es posible definir nuestro documento como un documento que enfatiza las manifestaciones prácticas del cristianismo y la expresión bíblica más bien que las formulaciones teológicas, como un documento al cual su naturaleza ad hoc y la personalidad de su principal autor han conferido una forma extremadamente personal. Sin embargo, el equilibrio entre, por un lado, la fidelidad a las fuentes bíblicas y, por otro lado, a las formulaciones tradicionales, no era fácil, y así Reina a menudo estaba obligado a estar muy cerca de la heterodoxia protestante”(2)
Resumiendo a Kinder, la confesión de Reina es un documento 1) de carácter bíblico y práctico, 2) por su forma y contenido, muy personal, y 3) problemático desde el punto de vista doctrinal. Esta última característica es sin duda la más destacable de la obra. Podemos afirmar que Reina hace gala de una marcadaambigüedad doctrinal, una ambigüedad doctrinal que podría haber pasado inadvertida en nuestros días, pero que ciertamente la Reforma del siglo XVI no estaba ni preparada ni dispuesta a admitir. No es sorprendente constatar que, por todas estas razones, la confesión de Reina no haya podido convertirse en un documento doctrinal válido para la Iglesia. Más bien sucedió lo contrario: en su día generó una fuerte polémica y  con el tiempo, ha pasado al olvido.
Un estudio en detalle de la confesión confirmará estas afirmaciones y es el objetivo principal de esta conferencia. Pero dado que este documento está tan fuertemente marcado por su autor, es necesario comenzar considerando la figura de Casiodoro de Reina, tratando de discernir en su accidentada biografía los factores que se dejan ver en su obra.

2. CASIODORO DE REINA

2.1 Los orígenes.

Para hablar de la vida de Reina, antes que nada hemos de avanzar que no tenemos precisamente una gran abundancia de fuentes que nos informen de su vida y eso hace que a ciencia cierta se sepa a ciencia cierta sobre sus orígenes. Con las debidas precauciones, pues, podemos barajar lo que se dice de Reina: que probablemente nació en 1520, que provenía de una familia de musulmanes convertidos y que había estudiado en la universidad de Salamanca, otros dicen que en la de Sevilla.
Lo que es absolutamente cierto es que, como es sabido por todos, Reina era monje en el monasterio de San Isidro de Sevilla, un convento “tocado” por el protestantismo, seguramente por las obras de Calvino. Es un hecho significativo que cuando el convento se pone en el punto de mira de la Inquisición, todos los monjes que huirán de España toman invariablemente el camino de Ginebra. Unos lo harán por el sur de Francia, otros por mar hasta los Países Bajos para remontar luego el valle del Rin. Nos podemos poner por un momento en la piel de estos monjes: de llevar una vida apacible de estudio y oración en el sur de España pasan de la noche a la mañana a encontrarse en medio de una Europa agitada, a marchar por unos caminos llenos de peligros –ladrones, espías de Felipe II o de la Inquisición–, condenados a vivir en el exilio hasta su muerte. Este heroísmo nuestros padres en la fe es, cuya memoria debería ser mantenida para siempre, nos recuerda una lección que nos cuesta recibir: que no se abre camino para la Palabra De Dios sin sufrimiento.
Casiodoro de Reina llega pues a Ginebra hacia el año 1557. La fecha es segura pero una vez más, la incertitud planea sobre el periodo de su estancia en la ciudad de Calvino. El parecer de los historiadores difiere. Según Hauben, Reina será el pastor de una minúscula congregación española en Ginebra.(3) Según van Lennep, Reina se integra en la iglesia protestante italiana de esta ciudad.(4) El punto de vista más reciente, y a nuestro parecer más creíble, es el de Kinder, quien afirma que Reina ciertamente se integró en la pequeña congregación española de Ginebra de la cual el pastor era Juan Pérez de Pineda.
A favor de esta hipótesis se encuentra el antagonismo que pronto se entablará entre Casiodoro de Reina y Juan Pérez de Pineda. Este último seguía las directrices oficiales de la Iglesia de Ginebra en lo que respecta a los anabaptistas. Reina rechaza el rigor contra otros protestantes y seguramente por ello persuadirá entonces a algunos miembros de la congregación española –entre otros, sus padres, sus hermanos y el prior del monasterio de Sevilla, Francisco Farias– a irse con él a Londres. A causa de este episodio, el pastor Juan Pérez llamará a Reina, tal vez con una cierta ironía, “el Moisés de los españoles”.

2.2 Reina en Londres.

La ascensión al trono de Elisabeth I, el 19 de enero de 1559, trae no solamente a los exiliados protestantes ingleses sino también a protestantes extranjeros. En Londres se abrían nuevas perspectivas para la Reforma bajo los auspicios de una reina que toma el título de gobernador supremo de la Iglesia de Inglaterra. Sin duda, Casiodoro de Reina buscaba el apoyo necesario para su proyecto de traducción completa al español, un proyecto al cual el ex-monje, en su penuria, se consagra desde el primer momento de su huida de España.
Una vez en Londres, Reina asiste a la Iglesia Reformada Francesa, pero al mismo tiempo empieza a hacer, con éxito, reuniones privadas en las casas, para reunir a todos los protestantes españoles que se encuentran dispersos en las otras congregaciones. Es así como comienza a pedir el reconocimiento de este conventículo como Iglesia Reformada Española, al mismo nivel que la Iglesia Francesa o la Holandesa. Por supuesto, Reina sería el pastor de esta Iglesia española.
Hay que decir que las otras Iglesias se opusieron a esta primera petición de Reina. La razón hay que buscarla en la vinculación automática que en aquella época se hacía entre los nombres de español y Miguel Servet. De hecho, la disputa con Servet estaba todavía relativamente reciente (ocurrió en 1553). Se podría aducir que las sospechas de las otras iglesias reformadas se trataba de un prejuicio anti-español, pero lo cierto es que Reina también había llamado la atención al consistorio francés, que comenzaba a considerarlo como un elemento doctrinalmente sospechoso.
De hecho, Reina mismo había expresado su rechazo al fin dado a su compatriota Servet. Además, también entró en contacto con dos excluidos de la Iglesia reformada: el holandés Adriaan Haemstede, quien como Reina se había manifestado contra la exclusión de los anabaptistas de las Iglesias reformadas, y el italiano Acontius, partidario del oponente de Calvino en Ginebra, Sebastian Castellio. Por último, en Inglaterra Reina podrá profundizar la lectura de los grandes teólogos reformados, Lutero, Calvino, Zwingli, pero también la de los hombres de la reforma radical, como Velsius, Schwenckfeld y Osiander. En definitiva, las dudas acerca de la ortodoxia del español encuentran un terreno abonado en el talante y actividades de Reina.
De los requisitos para que el conventículo español fuera reconocido como iglesia reformada, el principal era la redacción de la Confesión de Fe. Reina se encarga de esta tarea y la confesión de fe será así formalmente presentada el 21 de enero de 1560 – a veces ha habido problemas para precisar el año, ya que en Inglaterra, en aquella época, el Año Nuevo era el 25 de marzo. El resultado: ni el consistorio francés ni el holandés la encuentran aceptable como símbolo de fe reformada. Como veremos, el problema se encuentra en los artículos sobre la Trinidad y los sacramentos. Asimismo, los consistorios reformados precisan que el artículo sobre la autoridad civil necesita ser aclarado. El 11 de marzo, por lo tanto en vísperas del Año Nuevo, el consistorio francés se entera de que los holandeses han convocado a Reina. Curiosamente, la entrevista no gira en torno a la doctrina de la confesión sino al hecho de que se empezaba a notar la salida de miembros de las otras congregaciones hacia el conventículo español. Se trataba, pues, de una especie de llamada al orden a Reina, quien se excusa ante el consistorio holandés diciendo que estaba muy ocupado.
No parece que la confesión de fe haya sido en algún momento aceptada por las demás congregaciones reformadas de Londres, condición previa para que el grupo dirigido por Reina fuera reconocido como Iglesia. En el Diálogo de Poissy, celebrado e Francia durante este periodo (1560) y al que Reina asiste, la confesión será acusada por la Iglesia reformada francesa de cripto-luteranismo. Pero, a pesar del rechazo de los correligionarios, el grupo español empezará a funcionar como congregación independiente. Para ello, Reina se dirige directamente a la reina Elisabeth, solicitando un lugar de culto, quien finalmente concederá los locales de una capilla abandonada en la calle St Mary Axe – al parecer, todavía hoy existe esa calle, no así la capilla. Asimismo, Reina empieza a percibir una pensión real de 60 libras al año. Durante algunos años, habrá una congregación reformada española en Londres, que se llegará a reunir tres veces por semana.
Esta situación favorable no perdurará mucho tiempo. En primer lugar, Casiodoro de Reina se casa… lo que levantará contra él las iras de la reina Elisabeth, quien sentía un rechazo visceral hacia los clérigos casados  puede que la pensión real le hubiera sido retirada. En segundo lugar, la Iglesia española en Londres y Reina mismo llaman, como no podía ser de otra manera, la atención del embajador español en Londres, Álvaro de la Cuadra. Se intuye fácilmente la intención con la que el rey de España, Felipe II, pide por carta al embajador que consiga que Reina salga de Inglaterra. De esta manera, en otoño de 1563 estalla un gravísimo escándalo: Reina es acusado, seguramente por agentes provocadores españoles, por faltas morales que van desde la sodomía hasta el adulterio, y también por herejía. El obispo de Londres, Grindal, amigo de Reina, abre entonces una investigación y la confesión de fe tendrá que ser estudiada en detalle. Un detalle, para nosotros, inquietante: las acusaciones sobre los diversos artículos de la congregación fueron presentadas por miembros de la congregación.
Frente a estos ataques, la reacción de Reina es totalmente inesperada: súbitamente abandona Inglaterra, con su mujer incluso disfrazada de marinero. ¿Se trata de cobardía? ¿O de la convicción de no tener un juicio justo, después de haber contrariado a la misma reina de Inglaterra? ¿O más bien Reina vislumbra la posibilidad de continuar tranquilamente la traducción de la Biblia en uno de los castillos del reino de Navarra, como otro ex-monje de Sevilla, bien conocido en Inglaterra, Antonio Corro, pastor reformado en el Béarn, parece sugerirle? Seguramente que no se tenga que elegir: en ese trance, todas estas razones estarían presentes al mismo tiempo en el espíritu de Reina. En todo caso, como consecuencia de su salida, la Iglesia Reformada Española desaparecerá definitivamente. Algunos miembros se integran en la congregación italiana, otros en la francesa.(5)

2.3 Evolución posterior

Reina comienza entonces un largo peregrinaje a través del continente. En un primer momento, aparece en Amberes, pero abandonará la ciudad ya que las autoridades españoles ponen un precio por su cabeza. Se instala posteriormente en Francfort, donde permanecerá la mayor parte del resto de su vida. Reina continúa allí la traducción de la Biblia, pero a veces tiene que trabajar: como obrero, luego como profesor para ricas familias judías, y finalmente se convertirá en un próspero comerciante de seda.
En todo caso, Reina jamás renunciará a ejercer un ministerio eclesiástico. En 1565, el consistorio reformado de Estrasburgo le ofrece el cargo de pastor. Reina parece interesado en seguir los pasos del reformador Martin Bucer, pero encuentra allí oposiciones importantes. Tres teólogos presentan un testimonio formal en contra de su ministerio, entre ellos, Gaspar Oleviano, uno de los redactores del Catecismo de Heidelberg. Oleviano manifiesta dudas acerca de las opiniones de Reina acerca de la ascensión del Señor, su lugar a la derecha de Dios Padre y la eucaristía, tres temas que en teología sistemática están íntimamente relacionados. Contrariamente a las ambigüedades de Reina expresadas en la confesión de Londres, Oleviano tenía una opinión clarísima con respecto a estos temas, como se puede comprobar al leer las preguntas número 48 y 78 del Catecismo de Heidelberg.
Por consiguiente, Reina deba explicar sus posiciones teológicas en una carta dirigida a la congregación. Haciendo gala de una gran habilidad, Reina consigue presentar las diferentes posiciones sobre estos temas entre los reformadores, y sirviéndose de Bucer, contesta las enseñanzas de Oleviano. Reina todavía necesitará escribir una segunda carta para dar explicaciones suplementarias. A pesar de que convence al consistorio de Estrasburgo, su éxito no es completo, ya que en el camino de su defensa se granjea enemistades importantes: sus explicaciones conducen al sucesor de Calvino en Ginebra, Teodoro de Beza, a la conclusión de que, en el fondo, Reina era un luterano… mientras que Oleviano no olvidará jamás que Reina haya citado a Bucer contra él.
Finalmente, es Reina mismo quien no acepta el cargo de pastor en Estrasburgo. Por aquel entonces, Reina se encontraba en un momento muy importante de su vida, puesto que estaba a punto de publicar su traducción de la Biblia. Es así como en 1559, tras once años de trabajo, la Biblia española, conocida como la Biblia del Oso, ve la luz en la ciudad de Basilea. En 1570, se publican 2600 ejemplares y, en 1573, Reina ofrece un ejemplar a la Biblioteca de Francfort, donde residía.
Allí continuará en un tranquilo retiro de la vida pública hasta 1578, siendo admitido, a pesar del disgusto de Teodoro de Beza, como miembro de la congregación reformada Valona. Asimismo, las autoridades luteranas de la ciudad le conceden asimismo la ciudadanía honoraria – Reina, por su parte, no abandonará nunca su nacionalidad española. En 1577, Reina recibe otra oferta de ministerio reformado en Polonia, pero renuncia, ya sea por la edad, salud u otra causa… En todo caso, un año después, en 1578, Reina será invitado por la congregación valona de la ciudad de Amberes para ser su pastor. Por fin, Reina acepta el cargo. Solo un pequeño detalle de importancia: ¡la congregación era luterana!
Antes de tomar el cargo de pastor, Reina debía reparar el escándalo que quince años antes había provocado su huida de Londres. La necesidad de hacerlo es evidente: todo pastor debe tener una buena reputación. La comisión que años antes había tratado las denuncias contra Reina se reúne de nuevo y rápidamente le declara inocente de todas las acusaciones morales y, poco tiempo después, en marzo 1579, también de las acusaciones doctrinales – a excepción de algunas inconsistencias encontradas en relación con el bautismo de niños. Su reputación como biblista, así como la torpe actividad del embajador español en contra suyo, ciertamente le fue de ayuda.
Durante el proceso, Reina quiso clarificar su posición en el tema más polémico entre luteranos y reformados, la Santa Cena. Es así como en el 19 de marzo de 1579, Reina escribe sus Cinco artículos de fe. Otra vez se pone de manifiesto la gran habilidad de Reina, puesto que con esta obra consigue convencer a las Iglesias reformadas valonas de Amberes y de Francfort, las cuales aceptan totalmente las resoluciones de al comisión Grindal, el viejo amigo de Reina, quién es ahora el arzobispo de Canterbury. Sin embargo, el consistorio francés de Londres y, tras él, Beza mismo permanecen inamovibles en su rechazo de las resoluciones y de la persona de Reina.  Esta posición intransigente –o firme, según se mire– contribuyó, según Hauben, a la pérdida de influencia de la corriente calvinista ortodoxa en la Iglesia de Inglaterra a finales del siglo XVI.(6)
En definitiva, Reina será el pastor de la Iglesia luterana francófona de Amberes desde 1579 hasta 1585, fecha de la conquista de la ciudad por los ejércitos españoles del Duque de Parma. Una vez más, debemos destacar la habilidad de Reina durante este periodo para dirigir su congregación luterana en medio de una región reformada y en guerra contra los españoles. Reina consigue aproximarse a la fe dominante y ganarse la protección de los poderes civiles. Tras la toma de Amberes, Reina se exilia con la mayor parte de su congregación en Francfort. Dejará por un tiempo el ministerio, pero, por las insistencias  de muchos ciudadanos, en 1593 será el nuevo co-pastor de esta Iglesia, que tendrá un francés, Antoine Serray de Montbéliard, como pastor oficial. Reina continuará en el ministerio hasta su muerte, el 15 de marzo de 1594. Su hijo, Marcos Casiodoro de Reina, será el pastor de esta misma congregación hasta 1625.

III. CONCLUSIÓN

Casiodoro de Reina, un personaje absolutamente asombroso, a veces enigmático. Una vida llena de aventuras y, en el terreno eclesiástico, dividido entre dos Iglesias, la reformada y la luterana. Un exiliado de la iglesia católico-romana y un protestante que no encuentra su lugar, a pesar de que consiga ser un respetado prohombre y un biblista de talla. Sus principios son los de un calvinista no muy rígido  –¿o tal vez debería decirse no muy convencido?– por lo que la distancia con la ortodoxia reformada no cesará de aumentar, hasta que la abandone definitivamente. Fue, en definitiva, un pastor a caballo entre entre dos sistemas teológicos y dos iglesias, por lo que pagó el precio durante toda su vida: por su unión al luteranismo, Reina será objeto de temor y desprecio por parte de los reformados, pero a su vez, a causa de su ambigüedad, también será sospechoso de cripto calvinismo ante los luteranos ortodoxos, algunos incluso de su misma congregación. Esta ambigüedad doctrinal se manifestará de manera evidente en su confesión de fe.
_________
(1) Kinder, A.G., ed. Confession de Fe Christiana The Spanish Protestant Confession of Faith (Londres 1560/1561), Coll. Exeter Hispanic Texts XLVI (Exeter: University of Exeter, 1988).
(2) Ibid., p. xx.
(3) HAUBEN, P.J., Del monasterio al ministerio. Tres herejes españoles y la Reforma, Madrid: Editora Nacional, 1978), p. 137
(4) VAN LENNEP, M.K., La historia de la Reforma en España en el siglo XVI, (Grand Rapids: Subcomisión de Literatura Cristiana, 1984), p. 220.
(5) En cuanto a Antonio Corro, acabó siendo pastor anglicano e incluso profesor en Oxford, pero, al parecer, tenía un carácter imposible. Se enemistó con la Iglesia reformada en parte porque el consistorio francés en Londres retuvo su correspondencia personal con Reina, para poder utilizarla como prueba. Este escándalo es conocido como la carta teobonesa.
(6) HAUBEN, P.J., op.cit.¸p. 155.

Parte 2



En la Confesión escrita por Reina se cumple lo que se dice a veces de que “tal persona, tal obra”. Ello se puede comprobar con un simple estudio de este documento, pero antes de hacerlo, hay que situar la Confesión en su propio contexto histórico.
Se puede decir que el momento de la Confesión de Reina es el final del primer periodo de la Reforma – si se concede que la Reforma, en su sentido más amplio, fue cerrada con la Confesión de fe de Westminster, en el ámbito teológico (1649), y con la Paz de Westfalia (1648), en el plano político. La vida del último y más grande de los Reformadores, Juan Calvino, llegaba a su fin, pues moriría en 1564. Poco antes de su muerte, las diferentes Iglesias de la Reforma van a producir los símbolos de fe alrededor de los cuales se reagruparán: en 1559 se escribe la Confesión de las Iglesias reformadas de Francia, conocida como Confesión de la Rochelle, o también Galicana. En 1562 aparece la Confesión de las Iglesias reformadas de los Países Bajos, o Confesión belga, así como los 39 artículos de la Iglesia de Inglaterra. Entre tanto, en 1560 se escribía nuestra Confesión de fe de Casiodoro de Reina. Siempre que fuera posible, la Confesión de Reina debería estudiarse en comparación con las demás confesiones reformadas contemporáneas. Es lo que vamos hacer a continuación, centrándonos, además de la Confesión de Reina, en la Confesión Galicana y la Confesión Belga.
Pero antes de hacerlo, un breve apunte acerca de la biografía de la Confesión. Ella fue escrita en Londres, entre 1560-61. El texto permanece como manuscrito hasta 1577, cuando Reina, residente en Francfort, lo publica sólo en español. De esta primera edición no ha perdurado ningún ejemplar. En 1601, se publica otra versión bilingüe español-alemán en Cassel, edición de la que sólo se conserva un ejemplar en Sacasen (Alemania). Ese texto ha sido publicado de nuevo en 1988, por el editor Gordon Kinder. Por último, en 1611 se publicó una versión solamente en alemán.

2. DESCRIPCIÓN GENERAL

La Confesión de Reina está compuesta por:
- Una introducción, cuyo título, bastante largo, ya indica la ocasión y el motivo de la confesión (7);
- Una peroración;
- Un Apéndice al cristiano lector;
- Un cuerpo doctrinal de veintiún artículos.

2.1 Extensión

Como confesión de fe, la Confesión de Reina es un documento muy corto. No hay nada más que comparar sus 21 artículos con los 40 de la Confesión Galicana o los 37 de la Confesión Belga. En general, la Confesión de Reina sigue las grandes líneas de las confesiones de fe protestantes, basadas en el esquema trinitario del Credo de los Apóstoles. Reina sigue este esquema de manera fiel, pero no exhaustiva. Se puede decir que por parte de Reina hay un esfuerzo evidente de síntesis, sobretodo en lo que se refiere a la doctrina de Dios, la Creación, la Providencia y la Caída (arts. 1-4). Asimismo, existenomisiones importantes con respecto a las confesiones reformadas contemporáneas: no hay ningún desarrollo doctrinal sobre las Escrituras, ni una relación de los libros canónicos de la Biblia (Confesión Galicana, arts. 2-5; Confesión Belga, arts. 2-7). Además, tampoco hay ningún artículo que trate de la elección (Confesión Galicana, art. 12; Confesión Belga, art. 16). Dado que estos temas, Escritura y elección, son de una importancia capital para la fe reformada, solamente a causa de estas omisiones se puede decir que la Confesión de Reina es insuficiente desde el punto de vista doctrinal.

2.2 Carácter bíblico

Reina se había convertido, con toda justicia, en un biblista de renombre. Todavía en 1690, Richard Simon, en su Historia crítica de las versiones del Nuevo Testamento, dirá de Reina “este traductor español por todas partes muestra inteligencia”. (8) No es de extrañar, pues, que la Confesión refleje un profundo conocimiento de la Biblia. En total. la Confesión contiene casi quinientas citas bíblicas en notas a pie de página – las citas sólo son de los capítulos y algunas se han perdido. Casi todas, 457, corresponden al cuerpo doctrinal, lo cual da la nada desdeñable media de 20 citas por artículo.
El carácter bíblico de la Confesión no se debe solamente a las citas de las Escrituras, sino en especial porque dedica cinco artículos (arts. 3-7) para la explicación del Pacto o Alianza como manifestación del plan de salvación de Dios. Es en este sentido que la Confesión de Reina es un documento teológicamente extraordinario, a medio camino entre la teología dogmática, o confesional, y lo que hay se llama teología bíblica. Estos tres artículos confieren a la Confesión una rara belleza, tratándose como se trata de na obra dogmática, y a nuestro juicio, Reina consigue exponer de manera admirable la unidad profunda de los dos testamentos de la Escritura.
Hay que decir, además, que la Confesión es, con esta explicación de la Alianza, muy innovadora en relación con las otras confesiones contemporáneas. La Confesión no dedica ningún artículo a este tema, pasando directamente de la elección divina (art. 12), al oficio de Cristo como Mediador (art. 13). Por su parte, la Confesión Belga, en un corto artículo (art. 17), habla solamente de la promesa de Gen. 3:15 – siempre en el mismo contexto, entre la elección y el cumplimiento de la promesa por el Hijo. Dado que la Confesión Belga sigue muy de cerca la Confesión Galicana (la primera data de 1562 y la última de 1559), y dado también que el consistorio holandés de Londres conoció la Confesión de Reina (de 1560), cabe preguntarse hasta qué punto la Confesión Belga, para incluir dicho artículo, pudo inspirarse de la Confesión de Reina. Esta hipótesis que avanzamos nos parece interesante y hasta con cierto grado de verosimilitud. Ciertamente, la teología de la alianza  –que se había desarrollado desde los principios de la Reforma en la década de 1520 y cuyas primeras expresiones se encuentran en Zwinglio– se encontraba ya en su madurez, pero no había sido incluida en ninguna confesión de fe. La Confesión de Reina fue, además, un documento conocido en el continente, durante elDiálogo de Poissy (1560). De todos modos, esta hipótesis, por interesante que parezca, es imposible de demostrar, por lo que no se puede afirmar taxativamente. El caso es que con la Confesión de Reina, la teología de la alianza empieza a aparecer en confesiones de fe protestantes, proceso que culminaría en la Confesión de Westminster (art. 7), donde conocerá un desarrollo detallado.

2.3 Práctica

Esta es otra de las características de la Confesión de Reina que es sorprendente en una obra dogmática. Este carácter práctico está presente ya desde sus primeras líneas. Por ejemplo, en su artículo primero, los atributos de Dios están expuestos en una corta lista (Confesión de Reina, 7 atributos, Confesión Galicana, 14; Confesión Belga l0… ¡compárese con la amplísima descripción del ser de Dios en la Confesión de Westminster, art. II.1!). Además, Reina concluye el párrafo con una paráfrasis de Ex 10,5-6; “justo, aborrecedor y riguroso castigador del pecado, misericordioso y benigno más de lo que se puede declarar por palabra para todos los que lo aman y obedecen a sus mandamientos”. Vemos que el ser de Dios es presentado rápidamente en la relación de Alianza en la que el hombre le conoce de manera personal.
Acerca de Cristo, el artículo que habla de sus naturalezas y su persona (art. 8) es extremadamente corto, mientras que el siguiente, que habla del triple oficio de Cristo a favor del creyente (rey, sacerdote y profeta) es uno de los más largos de la Confesión, con 14 párrafos.
Por consiguiente, podemos afirmar que Reina estaba menos interesado en elaborar un discurso intelectual y ontológico de Dios que de ofrecer un conocimiento práctico y funcional de Él. Este carácter práctico se ve confirmado por el hecho de que 12 artículos, sobre un total de 21, tratan sobre diversos aspectos de la vida cristiana, ya sea en su dimensión personal o eclesial.

2.4 A veces, imprecisa y ambigua

En la Confesión de Reina se encuentran algunas imprecisiones. A veces, sonlingüísticas. Un ejemplo: acerca de Cristo, el art. 8,2 dice;
“Asimismo, creemos que era verdadera Dios, pues en su persona y subsistencia es la Palabra que era en el principio, y estaba en Díos y finalmente era Dios”
La divinidad de Cristo era, pues, afirmada formalmente, pero llama la atención la frase que dice que la Palabra “finalmente era Dios”. Tal y como lo señala Kinder (9) este  “finalmente” puede comprenderse de diferentes maneras;
a) haciendo referencia a la cláusula final de Jn. 1:1
b) significando “en último análisis, en definitiva era Dios”
c) significando “al final se convirtió en Dios”
La distancia teológica entre las respuestas a) y b), por un lado, y c), por otro, es inmensa; existe todo un universo entre ellas. No creemos que Reina dudara de la naturaleza divina, desde toda eternidad, de Cristo. Hay que decir en este sentido que Reina escribió en 1573 un comentario sobre los textos del evangelio de Juan donde se enseña la divinidad eterna de Cristo (10). Pero de todas maneras, una confesión de fe no puede dar lugar a tales equívocos por un uso superfluo del lenguaje: la concisión y la precisión son los requisitos imprescindibles de todo buen texto dogmático. En nuestra opinión, la condición de biblista de Reina le jugó una mala pasada, puesto que aquí haría una referencia, con total naturalidad, a la última cláusula de Jn. 1:1.
Hay otra imprecisión, más que lingüística, conceptual, que nos parece mucho más grave. Es en relación con el cargo de las autoridades públicas; en el art. 16, Reina sigue a las demás confesiones reformadas, declarando el origen divino de su autoridad y el deber de obedecerlas por parte del cristiano (Confesión Galicana 39 y Confesión Belga 36), Pero en el último párrafo, Reina no consigue exponer bien cuáles son las responsabilidades de las autoridades civiles con respecto a la primera tabla de la Ley, los mandamientos que tratan acerca del culto a Dios, Estas responsabilidades están claramente delimitadas en la Confesión Belga, que en esencia se limitan a la defensa y tutela de la Iglesia:
“Su oficio no es sólo observar y velar por el gobierno (esto es, el cumplimiento de la segunda tabla de la Ley) sino también mantener el santo culto de la Palabra, para exterminar y destruir toda superstición y falso culto de Dios, para romper y desbaratar el reino del anticristo, y hacer promover el Reino de Jesucristo y hacer predicar en todas partes la Palabra del Evangelio”
Este artículo no conoce la estricta separación Iglesia-Estado, que data de la Ilustración, y que se ha ido implantando paulatinamente en el mundo a partir de las revoluciones americanas y francesa. Se afirma claramente que las autoridades han de erradicar la idolatría y el reino del anticristo. De todas maneras, su oficio principal es el de “mantener el santo culto de la Palabra”, y todas las demás cláusulas explican en qué consiste este oficio. Incluso, este artículo se puede comprender diciendo que la destrucción de la idolatría y del reino del anticristo se produce por el ministerio de la Palabra, del cual las autoridades civiles son garantes. De una u otra manera, la delimitación de funciones y cuerpos entre Iglesia y Estado se mantiene claramente.
Por el contrario, Reina rompe esta delimitación cuando concede a las autoridades civiles el título de “cabeza de la disciplina eclesiástica”. Justamente, el título “cabeza suprema de la Iglesia” había sido utilizado por el rey inglés Enrique VIII, provocando el escándalo tanto entre católicos como protestantes por su referencia cristológica. (11).
Al final de su articulo, Reina concluye diciendo;
“No entendemos que baya en la Iglesia de los fieles más de una sola jurisdicción, cuyas leyes son la Divina Palabra y las que con ella se conformaren, y el supremo juez en la tierra, el magistrado cristiano”
Seguramente nos encontramos ante la afirmación más claramentecesaropapista (12) hallada en una confesión de fe protestante. Debido a la atribución al magistrado cristiano de la disciplina en la Iglesia y de la jurisdicción de la Palabra, y debido también a la ausencia en la confesión de algún artículo que hable ya sea de sínodos o de obispos, en la práctica las autoridades civiles se convierten en la única autoridad de una Iglesia completamente secularizada La eclesiología de Reina, pues, no estaba para nada claras. ¡pero habría gustado hasta a Felipe II ! El consistorio reformado de Londres encontró muy deficiente este artículo, que al final no conocerá la polémica, porque quedaban otras ambigüedades teológicas más urgentes e importantes que resolver,

3. LOS ARTÍCULOS POLÉMICOS

3.1 La Trinidad

Como hemos visto, una de las acusaciones que había hecho huir a Reina de Londres era la de servetianismo, es decir, la de ser unitario. Ciertamente, Reina había dado pie a esta acusación con su insólito comentario acerca de los términos Trinidad y persona, que se encuentra en el punto 4 del artículo primero. Allí se dice, en una palabra, que no son un lenguaje que se encuentre en la Escritura;
“Y aunque entendemos que todo hombre fiel se deve conformar con las maneras de hablar de que Dios en ella (la Palabra) usa, mayormente en la manifestación de mysterios semejantes a este, donde la razón humana ni alcança, ni puede; empero par conformarnos con toda la Iglesia de los píos, admitimos las nombres de Trinidad, y de Persona, de los quales los Padres de la Igilesia antigua usaron, usurpándolos (non sin gran necessidad) para declarar lo que sentían contra las errores y heregías de sus tiempos acerca de este articulo”.
Se trata, sin duda alguna, de una audacia sin paralelo en otras confesiones de fe. Antes al contrario, la Confesión Galicana y la Confesión Belga afirman que estos términos son la expresión de la enseñanza bíblica:
“Esta Escritura Santa nos enseña que en la única y simple esencia divina subsisten tres personas” (Confesión Galicana, art. 6).
“Según esta verdad y esta Palabra de Dios, así creemos en un sala Dios, tl cual es una única esencia en la que hay tres personas” (Confesión Belga, art. 8).
Volviendo a Reina, sinceramente, no creemos que se pueda afirmar de Reina que fuera un anti-trinitario, como lo fue Servet. Un poco antes de ese intento suyo de precisión, en el mismo articulo, Reina afirmaba del Hijo que era “el retrato natural y la expresa imagen de la persona del Padre”. Acerca del Espíritu Santo, declara que es “la fuerza y la eficacia de la divinidad” (art. 1,2). Reina incluso había enseñado la existencia de tres personas en la divinidad, cuando afirma –por otra parte, de manera bella– “Ay (es decir, existe) Padre… Ay Hijo… Ay Espíritu Sancto”, las cuales se hallan unidas “en la simplicidad de un sola Dios, por no aver en todas tres personas más de un ser divino y simplicíssimo”. Por consiguiente, Reina era trinitario. ¿A qué se deben pues esos intentos de precisiones acerca de la enseñanza de la iglesia?
Haciendo una breve exégesis del texto problemático, resulta evidente que el problema para Reina era “conformarse” –es decir, recibir por su autoridad– a“las maneras de hablar” y la enseñanza de la Escritura y de la Iglesia, respectivamente. Acerca de la primera, afirma rápidamente lo insondable para nosotros que es Dios, en la más pura tradición de la teología negativa. Acerca de la segunda, Reina concede el acierto de las expresiones utilizadas por la Iglesia en su lucha contra las herejías. De esta manera, la autoridad de cada, Escritura e Iglesia, eran reconocidas pero diferenciadas, lo cual en sí es un procedimiento legitimo y necesario, siempre y cuando esta distinción no conduzca a una separación o división, que es a lo que Reina parece llegar. En el fondo, Reina deja ver una actitud religiosa fundamentalmente escéptica, puesto que la enseñanza sobre la Trinidad se encuentra, a juzgar por sus palabras, en algún lugar entre el misterio divino y la incierta realidad humana.
Si somos sinceros, no podemos negar que Reina tiene razón cuando dice que las palabras Trinidad y persona están ausentes de la Escritura. Por otro lado, Reina efectúa una maniobra extremadamente peligrosa, puesto que, sin ningún género de dudas, estamos aquí ante el punto clave de la teología cristiana, el lugar donde la Iglesia del Señor ha de romper con las sectas. Una confesión de fe no tiene que dar lugar a la aparición de dudas –¡no hay mayor contrasentido!–  limitarse a explicar la verdad de la Palabra a la Iglesia.
Y aquí llegamos al auténtico corazón del asunto; necesariamente, una doctrina es una formulación humana de los diferentes datos de la Escritura, Ahora bien, si esta formulación humana es la fiel expresión del conjunto de la enseñanza bíblica, no debemos tener problemas para identificar la doctrina con la enseñanza bíblica, como la Confesión Galicana afirma con resolución, precisamente acerca de la Trinidad: “esta Escritura Santa nos enseña que…”

3.2 El Bautismo

Reina expresa una actitud parecida al hablar del bautismo (art. 12). Este articulo está compuesto de manera muy clara; un primer párrafo define el bautismo, el segundo habla acerca del compromiso de fe que implica para el creyente, Pero Reina añadirá un polémico tercer párrafo para hablar del bautismo de niños. Como en el articulo sobre la Trinidad, Reina avanza que el bautismo de niños no se halla explícitamente presente en las Escrituras. En este punto también, Reina se “conforma” con la práctica de la Iglesia.
El lenguaje de Reina aquí es extremadamente vago: la Iglesia “tiene por más conforme a la misma Escriptura dárselo (el bautismo a los niños) que dejar de dárselo”. Inmediatamente después, Reina justifica teológicamente este bautismo por la Alianza, en la cual los niños están comprendidos juntamente con sus padres. En este último punto, Reina es ciertamente reformado, pero en el camino para llegar esta conclusión hace evidentes concesiones a las posiciones anabaptistas. En la práctica, Reina da casi a entender, junto con los anabaptistas, que el bautismo de niños es una práctica que se sustenta sólo en la autoridad de la Iglesia. En este punto, evidentemente, no mantiene la posición reformada, que fundamenta el bautismo de hijos de creyentes por la autoridad de la Escritura, y de la Escritura sola – Sola Scriptura.
Pero nos equivocaríamos si pensásemos que Reina tenia una posición laxa con respecto al valor del bautismo de niños… ¡nada más lejos de la realidad! En el fondo, Reina va mucho más allá de la doctrina reformada del bautismo. Por lo que sabemos, lo que vamos a exponer a continuación ha pasado desapercibido, seguramente porque las polémicas entorno a la Confesión se centraron en la Santa Cena. Para Reina el bautismo en general, y el bautismo de niños en particular, no es en ningún caso una ceremonia vacía o vana. Al justificar el bautismo de niños, Reina dice: “Por beneficio del Señor, y por su promessa, no menos pertenecen a su alianza que los Padre”.
El punto clave de esta frase se encuentra en la cláusula “por beneficio del Señor” ¿Qué significa? Si hiciéramos una lectura rápida, podríamos pensar que se trata de un sinónimo de “misericordia” o “gracia”. Pero es mucho más que eso: esta cláusula se refiere a todo lo dicho en el primer párrafo de este articulo;
“En el Baptismo legítimamente administrado (…) confesamos effectuarse el beneficio, y darse juntamente firme testimonio, de entero perdón de peccado, de entera justicia y salud perdurable, de regeneración por Espíritu Sancto, y de entrada en el reyno de los cielos a todos los creyentes, conforme a la promessa del mismo Señor”
Dicho de otra manera, según Reina en el bautismo se produce la salvación del bautizado, incluido los niños: se transmite de manera real el perdón, la justificación y la regeneración del bautizado. Ciertamente, se trata de un distanciamiento importantísimo en relación con las otras confesiones reformadas. Según estas, la gracia de salvación en Cristo esta certificada por el Señor, siendo prometida firmemente por el bautismo. En todo caso, la salvación no se sitúa en el bautismo, ni el bautismo lo efectúa ex opere operato, ya que la salvación se aplica en última instancia, por la acción del Espíritu, en el corazón sólo de los escogidos – o desde otro punto de vista, la salvación prometida en el bautismo sólo se convierte en una realidad cuando, volviéndose uno a Dios, se recibe esta salvación prometida con una fe verdadera, todo lo cuál se produce solamente por la acción del Espíritu Santo. Esta es la enseñanza la Confesión Galicana, art. 35, y Confesión Belga, art. 34.
El interés de Reina de diferenciar tanto como sea posible la autoridad de la Escritura y la de la Iglesia no tiene que hacernos perder de vista que su enseñanza acerca del bautismo está más cerca de la doctrina católico-romana que de la reformada. La doctrina de Reina es, en todo caso, prácticamente idéntica a la luterana actual, que afirma que en el bautismo se efectúa la justificación y la santificación del niño. Esta inclinación luterana de Reina se pone todavía más de relieve en el artículo más conflictivo de la Confesión, el de la anta Cena.

3.3 La Santa Cena

Se trata sin duda del artículo que produjo el rechazo en bloque de la Confesión. El punto problemático era el siguiente:
“En la Santa Cena del Señor administrada legítimamente (…) confesamos darse a todos los creyentes en el pan el mismo y verdadero cuerpo del Señor (…) y en el vino su propia sangre (…) conforme a las palabras del mismo Señor, Tomad este es mi cuerpo, ésta es mi sangre”
Según Reina, durante la Cena se produce la presencia real del cuerpo y de la sangre del Señor en los signos del pan y del vino. Por presencia real debe entenderse presencia sustancial, si se permite la expresión, presencia física. El alejamiento de Reina de la posición reformada es evidente, según la cual su presencia es espiritual. En la Confesión Galicana, se nos dice que en la Santa Cena, Jesucristo “nos alimenta verdaderamente de su carne y de su sangre”, para añadir que “afirmamos que esto se produce espiritualmente” (art. 36). De manera paralela a lo dicho del bautismo, pues, la eficacia del sacramento se debe a la acción del Espíritu Santo, por la cual recibimos con fe verdadera lo que es presentado por los signos. La Confesión Belga, en su artículo 35, precisa todavía más al decir:
“Lo que por nosotros es comido y bebida, es el propio cuerpo y la propia sangre de Cristo, pero la manera en que los tenemos no es la boca sino el espíritu por la fe”
Para decirlo de una manera sencilla, la posición doctrinal de Reina sobre la Cena no es reformada sino, con toda seguridad, luterana: se trata de lacosubstanciación, según la cual el cuerpo y la sangre de Jesús están presentes sustancialmente en los signos, y al mismo tiempo permanecen en ellos la sustancia o esencias del pan y el vino. No es de extrañar, pues, que Reina haya sido sospechoso de cripto-luteranismo para la ortodoxia reformada, como tampoco fue una casualidad que el único ministerio oficial que Reina ejerció fue como ministro luterano.
Es muy significativo comprobar que, periódicamente, Reina tuvo que justificar teológicamente su posición acerca de este artículo de fe, y ello, tanto a reformados como a luteranos. Por otro lado, se percibe una gran evolución en Reina. La ambigüedad doctrinal está siempre presente y a veces Reina hasta desmentirá afirmaciones suyas precedentes.
A) En la carta de 1565 al consistorio reformado de Estrasburgo, Reina protesta contra el “ubiquitarismo” – la doctrina según la cual el cuerpo de Cristo tras la Ascensión recibió el don de la ubicuidad, u omnipresencia, que es la base sobre la cual se fundamentan las doctrinas de la transubstanciación y de la cosubstanciación. Pero al mismo tiempo, afirma que el cuerpo estaba libre de condicionamientos locales, lo cual nos parece cuanto menos muy parecido, sino idéntico, al don de la ubicuidad. Al mismo tiempo, Reina afirma que Cristo está“presencialmente” “sustancialmente” en la Cena.
B) En la segunda carta al consistorio reformado de Estrasburgo (18 de enero de 1566), Reina precisa que las expresiones de su carta anterior, de que Cristo esta “presencialmente” “sustancialmente” en la Cena, fueron dichas con “la percepción de la fe en la comunión, y no por medio de la presencia corporal”. (12) Asimismo, afirma que había dicho esta terminología, y es importante resaltarlo, con el propósito de una posible reconciliación con los luteranos.
C) En vísperas de convertirse en ministro luterano (19 de marzo de 1579), en su última visita a Londres para reparar las antiguas acusaciones contra él, Reina firma Cinco artículos de fe sobre la Cena, de marcado carácter reformado. El escrito, que tenía la forma de preguntas y respuestas, afirma que;
i) Las palabras de la Cena (“Este es mi cuerpo”) son figuradas;
ii) Que el cuerpo de Cristo está presente “reverencialmente” y“sustancialmente”, pero no se consume corporal ni físicamente, sino en el espíritu;
iii) Que el cuerpo y la sangre son solamente alimento para el alma, consumidas mentalmente y con fe verdadera  – en todo caso, Reina hace mención de nuevo de que el cuerpo y la sangre de Cristo están libres de condicionamientos locales;
iv) Que se debe prohibir la Cena a los infieles – los reformados mantenían una mayor disciplina de la Cena que los luteranos. De todas maneras, Reina afirma que “pero los que aman la fe verdadera de ninguna manera deben ser considerado mejor preparados que los cerdos y los perros, salvo si estuvieran libres de todo pecado”. Hauben cree en esta frase una crítica mordaz a los que habían querido excluirlo de la comunión en las iglesias reformadas.(13) Tal vez sea querer ver demasiado, pero es cierto que llama la atención la expresión “los que aman la fe verdadera”. Sin duda, se refiere a ortodoxos en cuanto la doctrina. ¿Luteranos o reformados?
D) La última declaración de Reina acerca de la Cena fue hecha en 8 de mayo de 1593, a los miembros de su congregación luterana de Francfort, ya que se sospechaba –y con razón– del calvinismo de los artículos firmados en Londres en 1579. En este manifiesto, Reina afirma:
i) Su conformidad con las confesiones de fe luteranas.
ii) Su oposición a todas las herejías denunciadas en la Fórmula de la Concordiade J. Andrease: catolicismo, anabaptismo, luteranos partidarios de Flaccius (luteranos radicales) y… ¡los sacramentarios zwinglianos y calvinistas! (14)
iii) Su adhesión sin reservas a la eucaristía luterana de la Fórmula de Andrease;
iv) Por último, Reina hace el juramento siguiente: “Juro honestamente y delante que he pensado sobre los artículos de 1579 antes y después del juicio: que he actuado en toda conciencia y, sobretodo, que yo no era calvinista”.

4. CONCLUSIÓN

¿Qué hay que concluir acerca de la Confesión? No creemos equivocarnos si decimos que, doctrinalmente, ella es tan ambigua como su autor en el plano personal. Entonces la pregunta capital es: ¿cómo debemos considerar a su autor, Casiodoro de Reina? Hauben hace un juicio muy severo contra él, afirmando que Reina estaba caracterizado por la “debilidad y la falta de rectitud”, ya que ante las dificultades huye o prevarica. (15) Los pocos ecos que sobre Reina han perdurado en el protestantismo continental están envueltos en una cierta aurora de leyenda negra –a veces, se dice que murió en la desesperación (16), pero mientras que no haya más datos que lo demuestre, esto es algo que no se puede afirmar. Por nuestra parte, hemos de reconocer la existencia de aspectos problemáticos en su vida y obra, pero de todas maneras, quisiéramos que el inevitable jicio como historiadores esté guiado por el espíritu de caridad cristiana. Sin ánimo tampoco de lavar su memoria, es necesario hacer un pequeño, y más justo posible, retrato del personaje.
Casiodoro de Reina, un monje católico que se convierte al protestantismo; un hombre que huye de España para salvar la piel de las hogueras de la Inquisición; un exiliado que rápidamente asume la labor sagrada y colosal de traducir la Biblia al español, ante el escepticismo de propios y extraños; un elemento discordante que abandona la “pequeña” Ginebra alpina por la perspectiva de horizontes más amplios y abiertos en la Inglaterra atlántica; un ministro que durante toda la vida mantiene un discurso muy ambiguo, entre luterano y reformado, y que al final de su vida repudia el calvinismo de su juventud; un hombre que durante toda su vida, hasta hoy, ha conocido desde la sospecha hasta la difamación… este hombre ¿quién es?
A nuestro parecer, un protestante español exiliado que rr todo precio quiso traducir la Biblia para introducir la Reforma en su país, asimismo, un hombre de iglesia que quiso ejercer el ministerio sin comprender totalmente la importancia de la dogmática y de la doctrina para la Iglesia. En cierto modo, eso es hasta normal, puesto que Reina era esencialmente un lingüista, un exégeta. Hoy en día ese talante poco dogmático habría pasado desapercibido, es hasta apreciado. El problema es que a Reina le tocó vivir en la época donde justamente las diferentes iglesias de la Reforma, abandonando la unidad eclesiástica del sistema episcopal hecha en torno a las personas de los obispos, marcaban sus fronteras fundamentalmente en torno a la doctrina, aunque también hubieron iglesias protestantes que continuarían con el sistema episcopal de gobierno Simplemente, Reina no quiso entrar en el debate entre doctrinas –por lo tanto, entre iglesias– pero se vio envuelto en él.
Además de las razones de tipo personal que hemos avanzado, creemos que también hay que considerar otras dos razones suplementarias:
I) Como hemos visto, Reina tenía una eclesiologia propia: la Iglesia nacional. En ello está siguiendo los principios de la Reforma, la cual rompió con la Iglesia transnacional -aunque Reina acentuara desmedidamente este carácter nacional poniendo como cabeza de la Iglesia al rey del país. Reina vivía el desarraigo del exilio. Viendo su biografía, es difícil no tenerla impresión de que Reina percibía las Iglesias de la Reforma algo así como a Iglesias extranjeras. No es sorprendente, pues, que Reina no se caracterizara por una fidelidad inquebrantable a ninguna, y que, además, a poder ser, escogiera residir cerca de los territorios de corona española en Flandes, Amberes o Francfort por ejemplo, como ministro bien de la iglesia reformada, bien de la luterana.
II) Es muy verosímil pensar que Reina estuviera grandemente influido por Erasmo de Rotterdam, y avanzamos esta hipótesis. Como se sabe, en los primeros días de la Reforma, España era, seguramente, el país más erasmista de Europa, pero la Inquisición y las órdenes religiosas reaccionaron a partir de la década de los cuarenta.
Una vez en el extranjero, Reina tendria las puertas abiertas para acceder a las obras de Erasmo. Imaginamos el gran atractivo, casi irresistible, para él; sería como reencontrarse con un pasado muy reciente de su país, que él mismo no llegó a conocer personalmente. En su condición de biblista, Reina utilizó necesariamente las obras de Erasmo. En consecuencia, en vez de tener el ascendente de tal o cual de los reformadores, Reina se habría empapado del humanismo de Erasmo y, en particular, de su actitud abierta hacia la doctrina, actitud epitomada en su polémica contra Lutero acerca del libre albedrío. El problema es que no era el tiempo de Erasmo en Europa, sino el de las ortodoxias. Hoy en día, cuando la Europa unida se ha forjado gracias a una secularización de lo religioso, fruto en buena medida del liberalismo protestante y de su pluralismo doctrinal, la figura de Erasmo es mucho más popular – no hay nada más que pensar en las becas universitarias que llevan su nombre. Volviendo a Reina, hemos de concluir diciendo que, por su filiación de Erasmo –más que en su carácter de experto biblista, por su actitud laxa hacia la doctrina– nuestro reformista aparece, salvadas todas las distancias, como uno de los precursores del ya citado liberalismo protestante y su consecuencia eclesial, el pluralismo.
En cuanto a la Confesión de fe de Reina, por todas las razones que hemos descrito, no consiguió ser un documento válido para constituir una Iglesia reformada española en el exilio. De esta manera, la aportación del protestantismo español se centra sobretodo en la traducción bíblica, lo cual es ya mucho y de valor incalculable. Pero en el ámbito doctrinal y eclesial –ambos íntimamente ligados, si la unidad de la Iglesia ha de ser no en tomo a las personas sino a las doctrinas de la Palabra– ha perdurado bien poco para las generaciones venideras. Donde la doctrina no está clara, la Iglesia se difumina.Esta es, sin duda, una de las lecciones que de este período pueden extraer en el actual momento histórico que nos ha tocado vivir. Este es nuestro mayor reto de cara al futuro.
(7) Confessión de Fe cristiana, hecha por ciertos fieles españoles, los quales, huyendo de los abusos de la Iglesia Romana y de la crueldad de la Inquisición d’España, dexaron su patria, para ser recibidos de la Iglesia de los fieles, por hermanos en Christo.
(8) Rótterdam, 1690. p. 500; en Van Lennep, op. cit., p. 225.
(9) A G. Kinder, op. cit. , p. 15, nota 21.
(10) Euangelium Joanis, hoc est justa ac vetus apologia pro aeterna Christiadivinitate, citado en Van Lennep, op. cit., p 225.
(11) E C. Leonard, Histoire génerale du protestantisme, e vols (Paris Quadrige / P.U.F, 1961, reedición l989), vol. 2, p, 55. Como hemos visto, posteriormente la reina Elisabeth adoptaría el título de gobernador supremo.
(11) Es decir, la doctrina según la cual las autoridades civiles han de asumir la cabeza de la iglesia, doctrina practicada fundamentalmente en el Imperio bizantino.
(12) P. Hauben, op.cit., p, 148
(13) Ibid., p. 158.
(14) Los sacramentarios son los que, en un sentido general, niegan la presencia real de Cristo en la Cena. Calificar de sacramentarios a los reformados es sin duda injusto. Como hemos visto, la teología reformada ha afirmado siempre la presencia real de Cristo en la Cena, pero presencia espiritual, rechazando una presencia sustancial en los signos. La Confesión Galicana, en su art. 38, rechaza explícitamente las posiciones sacramentarias.
(15) P. J. Hauben, op.cit., p. 164.
(16) Cf. J. LaSalle, La Réforme en Espagne au XVIe siècle. Étude historique et critique (París : Librairie Fischebacher, 1883).
________
Jorge Ruiz Ortiz. Artículo publicado en “Aletheia”, (2/2003), pp. 47-68. Conferencia dada el 1 de noviembre de 2001 en la Iglesia Cristiana Presbiteriana de Alcorcón, en el marco del “Día de la Reforma”.