¿Quién es el juez supremo en la Iglesia? ¿Quién es el que ha de decidir toda cuestión de fe y de conducta, toda disputa religiosa, toda opinión de los antiguos autores cristianos, toda nueva enseñanza de doctores y teólogos, todo decreto conciliar? ¿Quién es la autoridad última, por tanto, quién posee la autoridad soberana?
Para todo aquel que se tome la fe en serio, estas preguntas no carecerán de interés, al menos a poco que se las plantee. No se trata de un mero asunto “de teólogos”, o “cosas de la Iglesia”, que a los simples creyentes “ni nos van, ni nos vienen”. Porque, al final, la cuestión no es otra que la siguiente: ¿En qué reposa nuestra fe, y por qué?
El asunto, tanto si así nos lo parece como si no, tiene una importancia trascendental. Porque, la Palabra de Dios nos exhorta a los creyentes a “que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los creyentes”(Judas 3); a obedecer de corazón “a aquella forma de doctrina a la cual sois entregados” (Romanos 6:17); a perseverar en el Evangelio que los apóstoles han predicado: en efecto, Pablo dice “si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (1 Corintios 15:2). Por lo tanto, la pregunta inicial (¿Quién es entonces el juez supremo en la Iglesia?) no se puede dejar aparcada inconscientemente, porque ¿quién nos dice lo que ha de ser creído, lo que ha de ser obedecido, lo que ha de ser retenido, y también ¡lo que ha de ser rechazado!: “aun si nosotros, o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8)?
Respuestas distintas a esto han sido dadas, sin duda, en la historia. Pero vayamos a lo seguro. Veamos el panorama que nos ofrece la Biblia.Consideremos la disputa no pequeña que hubo hace unos dos mil años en el pueblo de Israel. Los apóstoles predicaban que Jesús era el Mesías prometido en las Escrituras del Antiguo Testamento, el Hijo de David, el Hijo de Dios (Romanos 1:3-4). ¿Y cómo lo hacían? Veámoslo brevemente. Nos dice la Biblia que los que creyeron en Berea eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, “pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras, si estas cosas eran así” (Hechos 17:11). Y también que un judío llamado Apolos, natural de Alejandría, varón elocuente y poderoso en las Escrituras “con gran vehemencia convencía públicamente a los judíos, mostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo” (Hechos 18:28). Y que aun el apóstol Pablo, estando preso en Roma, testificaba a los judíos “persuadiéndoles lo concerniente a Jesús, por la ley de Moisés y por los profetas, desde la mañana hasta la tarde” (Hechos 28:23). El mismo apóstol Pablo, al ver la incredulidad de ellos simplemente añadió: “Bien ha hablado el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: Ve a este pueblo, y diles: De cierto oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis…” (Hechos 28:25-26).
¿Quién fue, entonces, el juez supremo en cuanto a la predicación de los apóstoles, y que hizo que la Iglesia se separara de la sinagoga? ¿Quién determinó entonces qué enseñanza era la verdadera, y quién estaba en el error? ¿Era, por un casual, la predicación de los apóstoles misma? ¿La predicación apostólica se legitimaba por sí misma? ¿Reclamaba para sí esa potestad? Está claro que no: La predicación de los apóstoles acerca de Jesús no aspiraba a ser nada más que la exposición de verdad de las Escrituras del Antiguo Testamento.
Por cierto, ¡esto mismo fue el proceder de Jesucristo! “Y comenzando desde Moisés, y de todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). Preguntado acerca de una disputa teológica, acerca de la resurrección, Jesucristo respondió a los saduceos, que precisamente no creían en ella, y lo resolvió todo diciendo: “Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios… ¿No habéis leído lo que os es dicho por Dios que dice…?” (Mateo 22:29,31). La práctica de Jesús de apelar como veredicto final a la Escritura no fue, de hecho, ninguna novedad, puesto que las mismas Escrituras del Antiguo Testamento establecían a las mismas Escrituras como la última instancia donde toda disputa tenía que ser dirimida: “si os dijeren: Preguntad a los encantadores y a los adivinos, que susurran hablando, responded: ¿No consultará el pueblo a su Dios?… ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:19-20).
Que Jesucristo mismo, el Hijo eterno de Dios, se remitiera a la autoridad final de la Escritura nos tiene que dar que pensar. ¿Qué significa esto, cuando leemos que Cristo Jesús “estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente” (Filipenses 2:8)? ¿No habla todo esto de la autoridad divina de la Escritura, como Palabra de Dios? ¿No dice el Salmo 33:6 que la Palabra del Señor es el “espíritu de su boca? ¿Y no dijo igualmente Jesús que “las palabras que yo os he hablado son espíritu, y son vida” (Juan 6:63)?
¿Qué respuesta entonces hemos de dar a la pregunta: quién es el juez supremo en la Iglesia? La respuesta dada por la Escritura: el juez supremo son las Sagradas Escrituras mismas, anunciadas por los profetas, cumplidas por Jesucristo, proclamadas por los apóstoles. Dios es el autor de ellas, el Espíritu Santo habla por ellas y con ellas. Al haber sido dadas por Dios, la Iglesia ha recibido “la fe una vez dada a los creyentes”, la fe que de la que Pablo dice “si la retenéis, sois salvos”.
La respuesta dada por la Iglesia católica romana, en la historia y hasta llegar a la actualidad, se parece bastante a esto, pero difiere lo suficiente como para ser tan distinta, que no es ni será nunca la misma. En el Concilio de Trento, en el Decreto sobre la Escrituras canónicas, la Iglesia obediente al papa proclamó que la verdad que conduce a nuestra salvación son las Escrituras canónicas y las tradiciones no escritas. Escritura y tradición están, pues, al mismo nivel. Por tanto, doble fuente de la revelación.
Pero, pequeña pregunta: desde este punto de vista, ¿quién determina lo que, dentro de la tradición cristiana, es la tradición “fuente de la verdad” católica? La respuesta tardó algo en llegar, pero al final llegó. Fue dada en el Concilio Vaticano I, con su doctrina de las “dos reglas de fe”: La Tradición, y el Magisterio o enseñanza oficial actual de la Iglesia. Y de esta manera tan sutil, tan eficaz, el Magisterio se blinda definitivamente. Su palabra se convierte en irrecusable. Está por encima de todo, se planta en la Iglesia como soberana. Puede así desatarse de las cuerdas de la Tradición (¡y de la Escritura!) que le parece demasiado cortas; puede asimismo añadir a lo que está escrito negro sobre blanco en las páginas de la Escritura, con el mismo peso de autoridad que ellas. De hecho, hace todas esas cosas, y en profundidad. Y, dentro de la Iglesia católica romana, y aun fuera de ella, ¿a quién le importa?
Sin embargo, la Biblia dice acerca de la Biblia: “Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos; y que alcanza hasta partir el alma, y aun el espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13). Si nos damos cuenta, esta porción nos dice, nada menos, que la Palabra discierne y juzga ahora todas las cosas, como también Dios las juzgará también en el último día. Si la Palabra juzga todas las cosas, entonces a la Palabra no le hace falta nada para juzgarlo todo. Y si la Palabra lo juzga todo, el juez supremo, para la Iglesia y en la Iglesia, es la Escritura, ¡y sólo la Escritura!
La Iglesia no, es por tanto, juez, sino ha de estar continuamente sometiéndose al dictamen de la Sagrada Escritura. Ni la tradición ni la Iglesia establecen la verdad de la Escritura, sino que la verdad de la Escritura se encuentra en los límites de la verdadera tradición cristiana. Por consiguiente, la Palabra tiene siempre, y para todos, la última palabra. Una vez más: sólo la Palabra de Dios es el juez a toda palabra de hombres.
“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre como la flor de la hierba; se secó la hierba, y la flor se cayó; mas la Palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24-25).
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Jorge Ruiz Ortiz, En la Calle Recta, nº 199 (marzo-abril 2006), pp. 9-11.