Academia de Teología Reformada

17 de julio de 2013

Los Evangélicos y El Aggiornamento

No es exagerado afirmar que, dentro y fuera de nuestras fronteras, el mundo evangélico contemporáneo se encuentra en un momento crucial de su historia. Esta última generación ha sido y está siendo artífice de toda una serie de transformaciones sin precedentes, que están dando como resultado algo nunca del todo conseguido pero que cada vez está más cerca de alcanzarse: la transformación radical de la identidad evangélica. En efecto, la identidad evangélica está sufriendo una erosión continuada en todos los órdenes, algo que se hace evidente con los últimos y descarados ataques al corazón de la Reforma –la justificación por la fe sola– surgidos o amplificados desde nuestras mismas filas evangélicas. Por otra parte, estas transformaciones se han puesto muy de manifiesto en el culto público y comunitario a Dios. Por lo general, ya se da por asumido el cambio de culto como una necesaria adaptación a nuestra época, aunque es por otra parte cierto que éste se ha realizado sin reparar lo suficiente en el hecho de que los cambios no sólo son, como insisten los que los propugnan, meramente culturales, sino también de espiritualidad, de aspiraciones como grupo humano y, en última instancia, de doctrina.
A todo esto, cabe preguntarse si sería lícito denominar tales transformaciones como nuestro particular aggiornamento evangélico. He aquí una pregunta ciertamente poco corriente, pero que creemos necesario plantearse. Uno puede preguntarse, aun, si no serán todos estos cambios una consecuencia más del aggiornamento de la Iglesia católica-romana, adoptado oficialmente en el concilio Vaticano II. Desde el punto de vista católico-romano, sin duda alguna. Desde una perspectiva evangélica, admitirlo ya es más difícil. Sea como fuere, el hecho es que precisamente a partir del concilio de la adaptación de la Iglesia católica romana a la sociedad y cultura contemporáneas, la llamada modernidad (o mejor dicho, tras el hecho de asumirla, de tomarla par sí), el mundo evangélico se encuentra en un proceso análogo, y seguramente mucho más radical, de “puesta al día” en todos los órdenes. ¿Mera coincidencia en el tiempo?
Uno de los terrenos en el que actualmente se percibe una trasformación más profunda entre los evangélicos es el del cambio de actitud con respecto, precisamente, a la Iglesia católica romana. Lo vemos todos los días, y no es necesario referirse a las cabezas pensantes del protestantismo o a sus ejecutivos oficiales, sino que es algo que ya ha transcendido y lo encontramos a diario en los creyentes de base. Lo cierto es que nuestra firme posición evangélica de antaño se ha llenado de matices (“la Iglesia católica es muy diversa”, “en ella te encuentras de todo”, “conozco a curas que no están por las imágenes”, “hay creyentes sinceros” o aun “nacidos de nuevo”). La Iglesia católica romana, pues, ya no nos parece una realidad del todo inadmisible, lo cual, por otra parte, significa también que nos parece en parte aceptable.
Todo ello cobra un sentido interesante cuando pensamos que, anteriormente, en Vaticano II, también la Iglesia católica romana reconoció oficialmente como iglesias a los cuerpos eclesiásticos que, aunque fuera de la obediencia de Roma, reconocen la eucaristía y mantienen el sistema de gobierno episcopal. Al hacerlo, la Iglesia católica romana ponía, por distintas razones, la pelota sobre el tejado de las iglesias anglicanas, luteranas y ortodoxas. En cuanto a los evangélicos, no nos llamemos a engaño, tan sólo se nos reconoce a título de “comunidades eclesiásticas”, que no iglesias. Tal vez se considere esta apertura terminológica como la prueba más evidente de que la iglesia católica romana, tras siglos de intransigencia cerril, ha cambiado. De esta manera, se puede argumentar fácilmente que no estar hoy por el llamado “diálogo ecuménico” sería por nuestra parte algo comparable a aquella antigua intransigencia suya, lo cual, ya se sabe, todo evangélico debe evitar a toda costa. Sin embargo, lo único que la iglesia católica romana ha hecho en Vaticano II es declarar doctrinalmente lo que en la práctica ha admitido toda la vida, al reconocer el bautismo que había sido administrado fuera de sus fronteras eclesiales. Aunque en el fondo sea ilusorio, este supuesto cambio sirve como base a nuestro diálogo con la Iglesia católica romana. Pocas veces Roma habrá obtenido tanto a cambio de tan poco. Aún hoy, frente a Roma, los evangélicos seguimos manteniendo, en principio, nuestra apologética tradicional, rechazando los puntos considerados intolerables del catolicismo romano (mariolatría, culto de santos, etc.). Pero si empezamos a escarbar en la actualidad de nuestras iglesias, nos daremos cuenta (¿horrorizados?) de que aun “la Virgen” no impide a nuestros coros ir a cantar a sus basílicas, o a nuestras iglesias repartir “material evangelístico” que se distribuya junto con estampas de su imagen. ¿No están cambiando, mucho y muy rápido, las cosas en nuestro mundo evangélico?
Las Perspectivas de Leonardo De Chirico
Comprender la naturaleza del catolicismo romano y, más en particular, desentrañar la verdadera relevancia de Vaticano II, aparecen, por tanto, hoy, como una de las tareas más urgentes y necesarias para la teología evangélica. No sería exagerado decir que se trata de la tarea por excelencia a cumplir, tarea que, en buena medida, está aún por hacer. Por ello, es motivo de gran satisfacción ver la publicación del libro del teólogo evangélico italiano Leonardo De Chirico Perspectivas teológicas evangélicas sobre el catolicismo romano posterior a Vaticano II.[1] Esta obra es, sin duda alguna, una aportación valiosísima al mundo evangélico internacional, una obra que muy bien puede estar sentando las bases para la renovación del estudio evangélico del catolicismo romano. Ella, por otra parte, viene a confirmar el hecho de que los evangélicos italianos tienen una suerte de primacía en lo que a comprensión del catolicismo romano se refiere, lo cual rara vez ha sido reconocido debidamente. Esta primacía es algo que ya se pudo percibir con el fantástico análisis de los textos de Vaticano II hecho en los años 60 por el profesor evangélico Vittorio Subilia, una obra que, a pesar de algunos tintes de neoortodoxia, se tendría que considerar como fundamental en teología evangélica. Los evangélicos italianos parecen tener, pues, una comprensión especial del catolicismo romano. Por lo visto, contemplar la iglesia católica romana en el país del papa proporciona unas perspectivas difíciles de tener desde otros lugares, razón por la cual hemos de estar especialmente atentos a lo que nuestros hermanos italianos tienen que decirnos.
Publicado por Peter Land, editorial suiza especializada en obras académicas, el libro de De Chirico es la publicación de su tesis doctoral, presentada en el King’s College, de Londres, en el año 2003. El objetivo de su obra es, como su propio título indica, presentar un análisis de la comprensión evangélica del catolicismo romano posterior a Vaticano II. Para ello, el autor hace una selección de los evangélicos más representativos que han estudiado el catolicismo romano durante este periodo, autores como Gerrit Berkouwer, Cornelius Van Til, David Wells, Donald Bloesch, Herbert Carson y John Stott. De Chirico también aborda los textos producidos por el diálogo entre los evangélicos y al iglesia católica romana tras el concilio, documentos como El diálogo evangélico-católico romano acerca de la misión (entre 1977 y 1984), las conversaciones mantenidas por la Alianza Evangélica Mundial y el Consejo pontifical para la promoción de la unidad cristiana entre 1993 y 2001, y los documentos norteamericanos que en la década de los noventa llenaron de polémica el mundo evangélico norteamericano: Evangélicos y católicos juntos(1994) y El don de la salvación (1997).
Las conclusiones del libro no son, hay que decirlo, del todo halagüeñas. De Chirico logra demostrar las dificultades que tenemos los evangélicos a la hora de entender el catolicismo romano como un sistema de creencias unificado y coherente, sistema que tiene traslaciones evidentes en la vida y práctica. Es decir, según De Chirico, a los evangélicos nos cuesta comprender el catolicismo romano en términos de lo que, en la tradición neocalvinista se ha llamado cosmovisión, lo cual significa, en términos teológicos más tradicionales, estudiarlo desde la perspectiva de la teología sistemática. De Chirico se muestra especialmente alerta en contra de los fallos de la apologética tradicional evangélica acerca del catolicismo romano, apologética que él califica constantemente de “atomizada” o “fragmentaria”, términos con los que califica el hecho de centrar nuestra apologética en dar respuesta a cuestiones concretas (como mariología, méritos, santos, tradición, etc.) sin percatarnos de la incuestionable unidad interna existente en todas estas áreas. Y esto es un grave fallo en la medida que esta unidad es, precisamente, lo que da al catolicismo romano toda su fuerza intelectual o teológica. Como De Chirico pone de manifiesto al relatar las conversaciones de la Alianza Evangélica Mundial con la Iglesia católica romana, si queremos mantener un debate teológico con el catolicismo romano sobre la base de los procedimientos tradicionales, no vamos a salir precisamente muy bien parados.
De esta manera, De Chirico propone que para conseguir esta visión unificada del catolicismo romano, la perspectiva teológica evangélica necesita identificar y subrayar debidamente los dos factores clave de su sistema doctrinal, a saber, por una parte, el motivo teológico naturaleza-gracia, en el que la teología católica romana afirma la “apertura” de la naturaleza hacia Dios, y, por otra parte, la comprensión en términos cristológicos que la Iglesia católica romana tiene de sí misma. Frente a estas dos posiciones fundamentales, De Chirico expone de manera sucinta y clara las diferencias que la fe evangélica mantiene, en esencia, con la teología católica romana. Por un lado, tras la Caída, la naturaleza no puede ser concebida aparte del pecado (la teología evangélica cuestiona, pues, radicalmente esa “apertura” optimista del estado natural con respecto a la vida divina). Por otro lado, la comprensión de la Iglesia como continuadora de la Encarnación (la Iglesia-Cuerpo de Cristo) no puede hacerse sin tener debidamente en cuenta la discontinuidad que supone la Ascensión de Cristo a los cielos y el hecho de que Él esté ahora sentado a la diestra de Dios Padre. Ciertamente, puede decirse que en esas dos áreas se hallan concentradas todas nuestras diferencias que como evangélicos mantenemos con el catolicismo romano.
A la obra de De Chirico, pues, hay que reconocerle todo el valor que intrínsecamente ya posee. Como ya hemos dicho, el autor muy bien puede estar poniendo las bases para la renovación del estudio evangélico del catolicismo romano. Manifestamos nuestro acuerdo no sólo con la orientación fundamental de la obra, sino también resaltamos lo correcto de su argumentación y resultados. No obstante, pensamos que su análisis puede estar aún abierto al debate, fundamentalmente en dos áreas principales.
En primer lugar, nos preguntamos si el autor recoge suficientemente el carácter innovador de Vaticano II con respecto a la tradición anterior. En efecto, la definición del catolicismo romano dada por De Chirico nos parece hecha con excesiva dependencia de autores posteriores al concilio. El concepto de catolicidad mismo, ¿no ha sufrido alteraciones al propugnar Vaticano II a la Iglesia católica romana como “sacramento de la unidad del género humano”? ¿Qué supone realmente Vaticano II en el interior de la enseñanza tradicional católica romana? Por supuesto, Vaticano II consagró una corriente teológica ya existente en el seno del catolicismo romano (fundamentalmente, la teología de los padres prenicenos, el escotismo y la filosofía personalista de Rahner y Maritain), pero al precio de desbancar la teología considerada hasta entonces como oficial, es decir, el tomismo tradicional. Difícilmente se puede llegar a mesurar, desde nuestra perspectiva evangélica, la magnitud de este cambio. Por otra parte, somos de los que, como David Wells, pensamos que las innovaciones de Vaticano II se encuentran efectivamente en tensión, cuando no en ruptura, con todo el desarrollo teológico católico romano anterior; por lo menos, en dos puntos fundamentales: en lo concerniente a la modernidad y el judaísmo. La mente católica romana es mucho más “ancha” de lo que nosotros los evangélicos estamos acostumbrados a pensar, es cierto, pero aun para el sistema católico romano, la síntesis entre polos opuestos puede presentarse a veces como imposible de realizar. No es casualidad que exista una creciente corriente tradicionalista católica romana que acusa a Vaticano II de haber producido un “cambio de fe” y que aun califica a Juan Pablo II de “antipapa”. Todo esto, pues, nos ayuda a comprender la importancia que tiene el magisterio actual de la Iglesia, y en último término el papa, como intérprete y regulador de la tradición, cosa que De Chirico, por otra parte, pone de relieve convenientemente.
En segundo lugar, consideramos que su análisis crítico de la concepción católica romana del motivo naturaleza-gracia está hecho exclusivamente desde la perspectiva de la teología neocalvinista. Se puede decir que uno de los principios fundamentales del neocalvinismo es, en su afán por secularizar la Iglesia, la negación del motivo naturaleza-gracia y la propuesta de su sustitución por el motivo creación-caída-redención. Es cierto que De Chirico señala que su crítica está hecha en la perspectiva del neocalvinismo, pero, a su vez, sería necesario también precisar (lo hacemos nosotros) que no hay que confundir neocalvinismo con teología reformada clásica. Los Reformadores y las Confesiones de fe de la Reforma eran por completo ajenos a esta alergia contemporánea por el motivo naturaleza-gracia, sobrevenida a partir de finales del siglo XIX a raíz de la teología del pastor, teólogo y jefe de estado holandés, Abraham Kuyper. Se puede criticar, desde una perspectiva reformada, la comprensión católica romana del motivo naturaleza-gracia sin por ello llegar a negar el motivo completamente. Aunque no suele verse convenientemente, esta negación es de una importancia teológica extraordinaria y ha introducido una serie de graves tensiones en prácticamente todos los órdenes de la teología reformada, conocida como la teología de la alianza. Habría, sin duda, mucho que hablar en este sentido, pero tampoco es este el momento, más adecuado para hacerlo.


Perspectivas especialmente interesantes
Como ya hemos afirmado, estas dos últimas observaciones no tienen como objeto cuestionar el valor del libro de De Chirico. No pueden hacerlo. Su obra es sabia, tanto en su percepción de la naturaleza del catolicismo romano como también en su apreciación de las dificultades que experimenta la teología evangélica a la hora de comprender este sistema de creencias. El mundo evangélico contemporáneo, pues, hará bien en considerar debidamente todas sus apreciaciones, para lo cual sería necesario un tratamiento académico más pormenorizado de su estudio.
Por nuestra parte, en relación con lo que nos ocupa en este artículo, es decir, el momento en el que se encuentra actualmente la teología evangélica, quisiéramos resaltar tres perspectivas de su obra que nos parecen particularmente interesantes.
1) En primer lugar, estudiar el catolicismo romano desde una perspectiva evangélica implica, como paso previo, la definición de lo que es ser evangélicolo cual De Chirico trata de manera breve pero muy acertada (pp. 34-36). Según el autor, “el evangelicismo puede ser correctamente asociado con las doctrinas articuladas en la tradición occidental, de la teología de la Reforma y de los avivamientos” (p. 34). Teología de la Reforma y espiritualidad de los avivamientos: esta sería, según De Chirico, la esencia del “evangelicismo”. El autor avala la definición que sintetiza la posición evangélica fundamental en los cinco puntos siguientes: 1) la autoridad de la Biblia; 2) la historicidad de la obra de salvación de la Escritura; 3) la salvación por la fe (confianza en Cristo; ) la importancia de la evangelización y las misiones, y, finalmente, 5) una vida transformada espiritualmente. He aquí, pues, una definición sencilla y clara por la cual podemos juzgar todo lo que, en el mundo evangélico, hoy en día se presenta o considera como evangélico.
2) El segundo interés particular de la obra de De Chirico es la reconstrucción que se puede hacer, a partir del contenido de sus páginas, de las aproximaciones de los evangélicos a Roma a partir de Vaticano II. En efecto, es todo un espectáculo contemplar cómo, a partir de este concilio, la Iglesia católica romana ha llegado a neutralizar en buena medida la antigua oposición teológica del mundo evangélico.
a) Un ejemplo significativo. En la década de los 50, el teólogo reformado neerlandés Gerrit Berkouwer se había significado por su posición inequívoca frente al catolicismo romano, evidente ya en el titulo de su libro El conflicto con Roma. Pues bien, resulta que Berkouwer fue el único teólogo evangélico invitado por Juan XXIII para asistir al Vaticano II como observador del Concilio. Una medida, sin duda, de una gran audacia y que, a la postre, se reveló extremadamente rentable. Cuando el cónclave estaba aún por concluir, Berkouwer escribiría un nuevo libro (El concilio Vaticano II y el nuevo catolicismo) en el que se señalaban las nuevas oportunidades ecuménicas abiertas por el Concilio.
b) Esta neutralización católica romana de la posición evangélica se ha efectuado, en términos más generales, por vía de la aplicación de la agenda fijada por el Concilio Vaticano II. Convendría, en este sentido, que los evangélicos dejemos de subestimar a la Iglesia católica romana y que comencemos a reconocer la importancia que ella tiene, dada la magnitud de la institución, en la creación y/o modificación de la cultura ambiente en que nos movemos, aquellos que los alemanes han dado en llamar “el espíritu del tiempo”. Creemos que se puede afirmar que la Iglesia católica romana puede ser descrita como una institución que no está en el origen de ninguna realidad, pero que una vez que asume realidades ya existentes, las universaliza, de modo que parezcan como algo que siempre ha sido, es y será (de manera análoga a su teoría de la evolución del dogma, por ejemplo).
Vaticano II es un caso históricamente interesantísimo, en el que vemos cómo la Iglesia católica romana previó en buena medida el curso que iba a tomar la Historia en el último tercio del siglo XX y se adelantó al mismo con una serie de medidas cruciales. En particular Vaticano II, frente a un mundo en el que el cristianismo había dejado de ser la fuerza dominante, propulsó al mismo tiempo tanto el diálogo ecuménico e interreligioso, por un lado, como el auge misionero, por otro. La combinación de ambos impulsos se ha mostrado de una eficacia total. La fijación de esta agenda, en la que el elemento misionero tiene tanta importancia, tuvo su contrapartida evangélica en el llamado Movimiento de Lausana y el Congreso para la Evangelización Mundial de 1974, todo ello respaldado a su vez con la encíclica de Pablo VI Evangelio Nutiandi de 1975. De esta manera, en el nuevo clima de diálogo ecuménico traído por Vaticano II, los evangélicos y el catolicismo romano encontraron un nuevo “terreno en común” en el que encontrarse y hablar: la evangelización y las misiones. Y fue así, precisamente, cómo se gestó el documento de El diálogo evangélico-católico romano acerca de la misión, en el que, por otra parte, participó otro influyente evangélico que pocos años antes se había destacado por su actitud en modo alguno ambigua ante el catolicismo romano, el conocido teólogo y pastor anglicano John Stott.
c) La aparatosa entrada de la Alianza Evangélica Mundial (AEM) en el diálogo ecuménico con Roma merece ser considerada como caso aparte. A principios de los años 70, coincidiendo con el movimiento de Lausana, la AEM empezaba a reflexionar en los temas puestos a la orden del día tras el concilio Vaticano II, como la relación entre evangelización y acción social, o la contextualización en la misión y la teología. El giro de la AEM hacia el diálogo ecuménico se produjo de manera un tanto accidentada a partir de su VII Asamblea General, celebrada en 1978 en Hoddeston (Gran Bretaña). En esta reunión se dio la presencia inesperada de dos observadores católicos romanos, lo cual, en las acaloradas protestas de buena parte de los participantes, era visto como la aprobación evangélica a la Iglesia católica romana de Vaticano II, sin que esta hubiera sido votada por la AEM como tal. Para evitar una posible ruptura, en aquella asamblea se decidió la creación de una comisión de diecisiete miembros para evaluar el catolicismo romano e indicar el tipo de relación de la AEM con él. Seis años de trabajo de esta comisión dieron como resultado un documento, aprobado en 1986 en la VIII Asamblea General de la AEM en Singapur, que se llamaría La perspectiva evangélica sobre el catolicismo romano.
Todo esto habría quedado en un episodio que sólo hubiera contribuido a clarificar la posición evangélica ante el catolicismo romano, de no ser por el envío final del dicho documento al Consejo Pontifical para la promoción de la unidad cristiana. Tal vez el envío fuera bienintencionado (en señal de testimonio o como mera cortesía, pongamos por caso) pero lo cierto es que éste propició que la AEM entablara conversaciones directas con la Iglesia católica romana. En efecto, la respuesta entre firme y un tanto provocativa del Consejo pontifical (y tardía, llegada cuatro años después, en 1990) ha sido prolongada en el tiempo con una serie de encuentros (en 1993, 1997, 1999 y 2002), en los que, comenzando por los temas en principio más polémicos entre evangélicos y católicos romanos (como la justificación, la Escritura o la tradición) se ha ido avanzando hacia terrenos mucho mas fraternos, como la cooperación en la misión o el sentido ecuménico de la koinonia.
Este último documento acerca de la koinonia merecería, por la importancia de su contenido, una consideración especial. No se puede decir que, en el mundo evangélico internacional, dicho documento haya sido o esté siendo ostentado con orgullo, como muestra de los resultados que el nuevo talante ecuménico es capaz de producir. De hecho, es prácticamente desconocido por todos. La nueva luz que ha de alumbrar al mundo evangélico internacional parece permanecer aún debajo de la cama. Sin embargo, ya ha sido hecho público por los contertulios católicos romanos. Parece claro, pues, que, tarde o temprano, habrá que hablar de él.
d) Por último, se podría también hablar del marasmo en el que se halla sumido el mundo evangélico americano con la publicación de documentos tales como Evangélicos y católicos juntos (1994) o El don de la salvación (1997). Es cierto que estos documentos son inseparables del contexto cultural americano, es decir, la lucha de la “mayoría moral” conservadora, de raíces cristianas, para mantener el país frente a los efectos destructores del radicalismo postmodernista. Que los evangélicos, en un país en el que cuentan con una importante presencia pública, actúen para contrarrestar la destrucción de la cultura realizada por los subproductos contemporáneos del liberalismo filosófico y teológico clásicos, es algo innegable. Lo que es totalmente inadmisible que esto sea hecho al precio de silenciar o sacrificar las afirmaciones evangélicas fundamentales, aun en las doctrinas de la salvación. En principio, el pragmatismo no es lo que tiene que caracterizar a los evangélicos, sino la fidelidad a la Escritura, y una cosa es marcar un orden de prioridades (no se puede estar batallando en dos frentes al mismo tiempo) y otra cosa bien distinta es que, para contar con el apoyo de la Iglesia católica romana (Estados Unidos es el tercer país del mundo en población católica) se lime al máximo las diferencias para poder decir que éstas ya han dejado de ser.
Aunque los citados documentos sean inseparables de la cultura americana, es también desgraciadamente cierto que estamos en un tiempo de fusión universal. Cuando nos queremos dar cuenta, lo que considerábamos totalmente ajeno a nosotros ya forma parte de la realidad en la que nos movemos. Una realidad, por otra parte, la mayoría de las veces, meramente virtual, ilusoria. Pretender que, en España, los evangélicos hagamos causa común con el catolicismo romano frente, por ejemplo, a los desvaríos legislativos actuales es, cuanto menos, evidenciar una gran ingenuidad. Querer cantar a dúo con la Iglesia católica romana lo único que pude hacer es que perdamos para siempre la voz.
Es asimismo olvidar que la Iglesia católica romana ha sido y es, por la parte que le toca, responsable de la actual situación moral y espiritual en España. La aplicación a marchas forzadas (forzada por Roma) del programa de Vaticano II sólo ha generado el mayor vacío moral y espiritual en toda una generación de españoles, del cual algunos pocos, por el verdadero Evangelio y la gracia de Dios, hemos salido…
Pero, por otra parte, también es cierto que, por ansias de querer desmarcarse del catolicismo romano, por evitar crisis de identidad o por lo que sea, ponerse del lado de quienes quieren acabar con lo que resta de familia y moralidad cristiana en el país, es una actitud de complicidad insensata y culpable, que no tiene nada que ver, además, con una posición genuinamente evangélica, es decir, bíblica.
3) Por tanto, en esta disyuntiva o encrucijada en el que se encuentra el mundo evangélico actual, aparece como absolutamente imprescindible la profundización y definición de lo que es verdaderamente la teología evangélica. Esta es la tercera perspectiva especialmente interesante del libro de De Chirico, con la que queremos acabar este artículo.
En las páginas finales de su libro, De Chirico lamenta que el polo “espiritualidad de los avivamientos” haya prevalecido sobre el de la “teología de la Reforma” en la actual identidad evangélica. Compartimos este punto de vista, aunque tal vez añadiríamos que, en nuestra opinión, no es cuestión de que un polo prevalezca sobre otro, sino que sea el doctrinal el que ilumine y oriente al espiritual. La primacía ha de ser de la Reforma. Sólo así se puede hallar el equilibrio.
No es extraño que la teología evangélica actual experimente grandes dificultades para concebir al catolicismo romano como un sistema de creencias unificado y coherente. Afirmamos que esto sólo se puede hacer desde la perspectiva de otro sistema de creencias unificado, que comporta una ética determinada personal y social. Creemos, pues, en definitiva, que este sistema es el legado doctrina que el mundo evangélico actual tiene desde los tiempos de la Reforma, legado que, si quiere seguir existiendo, tendrá que restaurar con la mayor pureza, urgencia e intensidad posible, a saber, la teología reformada clásica de la alianza.
Pastor Jorge Ruiz Ortiz
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[1] L. De Chirico, Evangelical Theological Perspectives on the Post-Vatican II Roman Catholicism, Serie Reiligons and Discourse, vol. 19, (Berna: Peter Lang, 2003).

La Versión “Amiraldiana” de la Teología de la Alianza

La Reforma protestante no fue meramente una aventura personal de unos pocos actores a título personal. Ella tuvo su origen y su continuación en la iglesia ministerial, existiendo una profunda unidad orgánica entre la enseñanza de los Reformadores del siglo XVI (Lutero y Calvino, principalmente) y el pensamiento de la siguiente generación de teólogos, conocida como ortodoxia o escolástica reformada. Este pensamiento daría finalmente forma a las distintas confesiones de fe protestantes, de las que la Confesión de Westminster destaca por su extensión y precisión.
De este modo, durante todo este periodo que va desde los Reformadores a Westminster, la Teología de la Alianza –que ha sido y es uno de los principales distintivos de la teología reformada– sería continuamente profundizada hasta llegar a ser codificada y adquirir forma confesional durante la Asamblea de Westminster. Durante siglos, ella conocería una forma estable dentro del ámbito reformado internacional, aun en aquellos que no habían suscrito a los documentos de Westminster por tener sus propias confesiones de fe.
Sin embargo, durante el pasado siglo, esta Teología de la Alianza confesional ha sido ampliamente criticada, se ha convertido en objeto de numerosas tensiones e incluso ha sido objeto de distintos intentos fallidos de reformulación. La negación barthiana de la dualidad Ley-Evangelio ha sido determinante en este proceso de erosión, pero no ha sido el único factor. Las versiones presentadas por autores W. Heynes, Klaas Schilder, John Murray, Meredith Kline, o escuelas como la llamada “Visión Federal”, o aún las teologías de nuevo cuño acerca de Israel, se han sucedido unas a otras introduciendo una alta incertidumbre en torno a la doctrina clásica de la alianza.
Uno de los rasgos comunes a todos estos intentos de reformulación doctrinal es que se contempla la Alianza como una realidad exclusivamente histórica, disociada radicalmente o dividida del consejo o Pacto de la Redención eterno (pactum salutis). Por ello, creemos que puede ser de gran utilidad aproximarnos a uno de las primeras expresiones que en este sentido aparecieron dentro del mundo reformado. Ciertamente, Moyse Amyraut es conocido por su enseñanza en cuanto a la predestinación, conocida como universalismo hipotéticoGeneralmente, esta enseñanza sobre la predestinación es vista como una clara desviación de la enseñanza reformada. Sin embargo, esta enseñanza descansaba en una determinada doctrina de la alianza, que es lo que intentaremos exponer en este artículo.

Introducción

En uno de los libros más influyentes del siglo pasado acerca del desarrollo de la teología reformada, G.C. Armstrong consideraba la teología reformada francesa de la siguiente manera: « El calvinismo francés es único en el cuerpo del calvinismo internacional ». [1] Ciertamente, la teología reformada francesa experimentaría en los siglos XVII y XVIII una evolución similar a la del conjunto de la tradición reformada, en cuando a los efectos de la adopción de los principios filosóficos de la Ilustración. Sin embargo, durante la última época del periodo clásico de la tradición reformada –la que se extiende entre el Sínodo de Dordrecht y la Asamblea de Westminster, seguramente, en el plano confesional, el periodo más importante– la teología reformada francesa ya tomó una forma particular, debido principalmente a la escuela de Saumur y, en particular, de su principal representante, Moyse Amyraut (1596-1664). Habitualmente, la teología de Amyraut está ligada a la doctrina de la predestinación, y ella es conocida como la posición del « universalismo hipotético ». Sin embargo, esta doctrina también está íntimamente en relación con una teología particular de la alianza.
Moyse Amyraut fue, seguramente, el profesor más importante de la Academia de Saumur, a la que entró como profesor de teología en el año 1626, en el mismo día que también entraron otros dos profesores, Louis Cappel y Josué de la Place, quienes también llegarían, como Amyraut, a ser las polémicas enseñas de la Academia. Con estos actores, la Academia de Saumur ciertamente imprimió un nuevo carácter teológico, primero al mundo reformado francés, y luego al francófono, sintetizado en las llamadas Thesis Salmuriensis, de las cuales Amyraut escribiría sesenta y dos.
Creemos que, como teólogo, Amyraut destaca sobretodo como un hábil polemista. Finalmente, gracias a esto, el de un teólogo de éxito: no podemos calificar de otra manera el hecho que haya conseguido superar las graves polémicas nacionales e internacionales generadas por su doctrina; [2] aunque sin duda en este sentido también habría que hablar de su capacidad para establecer relaciones con las personalidades políticas y religiosas más importantes de su tiempo Francia. De esto habla sobradamente el hecho de que el mismo cardenal Richelieu se pusiera en contacto con él para sondear una posible reunificación entre las Iglesias católica-romana y reformada. Asimismo, Amyraut fue un abierto partidario de una unión entre reformados y luteranos.
En cuanto a su doctrina, ésta no puede ser considerada como una novedad, puesto que en verdad no era más que la repetición de la enseñanza de su antiguo profesor a la escuela de Saumur, el teólogo escocés instalado en Francia John Cameron (1580-1625). [3] Este último escribió en 1608 un libro que trataba exclusivamente de las cuestiones de la alianza, De triplice Dei cum homine fœdere theses. La influencia de Cameron sobre Amyraut durante los tres años que había enseñado a Saumur fue ciertamente determinante.

1. LA ALIANZA SEGÚN AMYRAUT

La doctrina de la alianza de Amyraut parte de la base de la distinción entre las dos alianzas: fœdus absolutum y el fœdus conventionibus constant. [4] El primero no requiere de cumplimiento de condiciones por parte del hombre. Es, pues, de naturaleza incondicional y monoergista. Podemos decir así que es una alianza eterna, enraizada en Dios mismo. Amyraut toma como ejemplo de este tipo de alianza la concluida con Noé. La segunda alianza resulta de la acomodación divina del fœdus absolutum. Ella cuenta con la estipulación de obligaciones y promesas. Todas las promesas del Evangelio pertenecen a esta categoría de la alianza. Por consiguiente, se trata de una alianza condicional e histórica. Amyraut seguía así la enseñanza de Cameron, quien había distinguido también entre el fœdus absolutum y el fœdus hypotheticum. Cameron fundaba la primera alianza en un amor antecedente de Dios y la última en un amor consecuente. Esta precisión no se encuentra explícitamente en los escritos de Amyraut.
En lo que respecta al desarrollo histórico de la alianza, Amyraut distingue tres alianzas: la natural, la legal y la alianza de gracia. Ellas corresponden a la distinción entre el fœdus naturæ, el fœdus gratiæ subserviens fœdus vetus y elfœdus gratiæ hecha por Cameron. Ciertamente, la teología reformada desde Calvino había distinguido con cuidado la Antigua Alianza como una alianza legal, es decir que el elemento legal estaba más subrayado que en la Nueva Alianza. Sin embargo, ambas Alianzas, la Antigua y la Nueva, están esencialmente unidas y son así dos dispensaciones diferentes de una misma alianza de gracia.
La novedad introducida por Cameron y Amyraut era la de concebir estas dos alianzas, Antigua y Nueva, como esencialmente distintas. Ellos se basaban en un método exegético comparativo que subrayaba el aspecto del desarrollo histórico de la revelación divina. La Antigua y la Nueva Alianzas estaban concebidas así en oposición, no con respecto a la dualidad Ley-Evangelio –como había sido siempre en teología protestante desde los tiempos de los Reformadores– sino en lo que respecta a la naturaleza de la revelación. En realidad, en el sistema de Cameron y Amyraut, la Ley nunca se encuentra en antítesis con el Evangelio, puesto que es negado que la vida eterna haya podido ser alcanzada por el cumplimiento de la Ley, incluso si fuera posible una obediencia perfecta. Por tanto, no hay, lugar para el concepto de alianza de obras y de hecho, Amyraut rechazó explícitamente esta doctrina. [5] Más bien que un contraste, cada alianza suponía un progreso en relación con la alianza precedente. El ámbito por excelencia del progreso era el concerniente a la eficacia de la alianza. La alianza natural no era eficaz con respecto a la salvación. La alianza legal simplemente restringía el pecado, mientras que la alianza de gracia concede el poder y la gracia de Dios. El Espíritu Santo fue dado a los hombres, por tanto, sólo en esta última alianza.
Estos puntos de vista tienen una traducción doctrinal evidente. Como vemos, la Antigua Alianza era puramente carnal y exterior. La única conclusión válida, pues, es que la Nueva Alianza es toda espiritual e interna. El particularismo de la religión judaica se concebía como un estadio inferior con respecto a la universalidad de la Nueva Alianza. Pero tal vez más importante todavía es la visión que se desprende acerca de la eficacia de los medios de gracia y de la Palabra en particular. Los judíos en la Antigua Alianza carecían de comprensión espiritual a causa de las condiciones de la época y de la ausencia de la iluminación del Espíritu Santo. De esta manera, el hecho diferencial entre la fe en el Antiguo Testamento y la del Nuevo Testamento reside en el plano de la comprensión.
La doctrina de la fe de Amyraut y Cameron es plenamente consecuente con este principio y considera así el acto de fe salvífica como esencialmente una operación del entendimiento, una persuasio. La voluntad se encuentra totalmente gobernada por las facultades mayores del intelecto. [6] La fe es definida sólo como notitia persuasio, en contraste con la teología reformada que ha distinguido entre notitiaassensus y fiducia. De esta manera, el Espíritu Santo no opera directamente sobre la voluntad sino sólo por la mediación del intelecto. La predicación debe estar en concordancia con esta perspectiva: « En línea con es determinismo ético, él afirma que con vistas a suscitar la persuasión, que es la fe, la presentación externa debe mostrar el objeto como verdadero, honesto, útil y deleitoso». [7] El objeto de la predicación es el de presentar la verdad como objeto de contemplación y aun de deleite espiritual y / o intelectual. En nuestra opinión, esta concepción ha marcado profundamente la tradición homilética francesa, en contraste, por ejemplo, con la tradición anglosajona, mucho más voluntarista. Siguiendo estos puntos de vista, pues, se debe concluir que una vez que la Palabra ha sido bien comprendida, ella será eficaz para salvación. Por consiguiente, en esta concepción el Espíritu y la Palabra son lo más íntimamente relacionados, y la eficacia del Espíritu tiende a ser totalmente correlativa a la virtud inherente de la Palabra.

2. ESCOLLOS EN LA DOCTRINA DE AMYRAUT

Los puntos en conflicto con la doctrina reformada de la Alianza son numerosos y de una importancia considerable. Amyraut y Cameron tienen razón en distinguir entre la alianza eterna e incondicional y la alianza condicional, situando esta última como una necesidad en relación con la temporalidad. Sin embargo, no parecen hacer toda justicia a la idea de la incondicionalidad de la alianza, lo cual se pone claramente en evidencia en lo que se refiere a la Antigua Alianza. En el interior de un esquema dualista radical, la incondicionalidad difícilmente puede hallar expresión en la temporalidad, y se produce una suerte de ruptura à la Kant entre lo temporal y lo eterno. Por otra parte, la alianza natural y la alianza legal no están presentadas en antítesis con la alianza de gracia, razón por la cual su versión de la alianza se parece más bien a la variante moderna neo-ortodoxa del desarrollo progresivo de un solo orden de gracia. Y si la alianza de gracia no es de gracia en contraste con la Ley, entonces ella no se convierte sino en un nuevo orden de Ley. La naturaleza humana no está completamente corrompida, lo cual se ve claramente en su antropología: el intelecto, con la ayuda del Espíritu Santo, es capaz de gobernar la persona toda, incluso en lo que a la salvación se refiere. Los dones naturales no han sido, por tanto, totalmente afectados por la Caída y se permite así la posibilidad teórica de un sinergismo en la salvación.
La conclusión que podemos sacar de lo que hemos visto es que en el sistema de Amyraut la alianza comienza a perder su vínculo esencial con la elección o predestinación. Éste es uno de los puntos principales de su doctrina: la negación de que la alianza de gracia –es decir, lo que hoy se conoce comopactum salutis– haya precedido a la alianza de naturaleza. [8] La alianza de gracia es así, según él, enteramente histórica, por tanto, está disociada de la elección absoluta de Dios.
Esta división radical hecha por Amyraut entre alianza y elección se hace evidente cuando consideramos directamente este aspecto, el más preeminente en el teólogo de Saumur, de la predestinación.[9] Su doctrina del universalismo hipotético afirma la existencia en Dios de un propósito para la salvación de todos a condición de que crean, un propósito, por tanto, condicional e hipotético. Amyraut afirma así la existencia en Dios de dos voluntades: una condicional y otra absoluta, que concierne solamente a los elegidos. Estas dos voluntades se corresponden a las dos alianzas ya vistas y a la distinción ampliamente empleada por Calvino entre la voluntad secreta y la voluntad revelada de Dios. Amyraut las relaciona incluso, recuperando un concepto tradicional en la teología católica-romana, con dos tipos de predestinación: una, la predestinación para salvación (que, paradójicamente, en él se corresponde a la voluntad revelada y la alianza condicional) y la otra, la predestinación a la fe, que se encuentra en relación con la voluntad secreta y la alianza absoluta. [10]
El pensamiento de Amyraut está, por tanto, fundado en la idea de la distinción entre el amor antecedente y consecuente de Dios presente en la enseñanza de Cameron, y que estuvo ya presente de manera importante en Tomás de Aquino.
En la ST, I.19.6 ad 1, Tomás de Aquino responde al problema del no-cumplimiento de la voluntad divina de salvación de « todos » afirmada en 1 Ti 2:4 por el recurso a la solución ya utilizada por Juan Damasceno de la distinción entre voluntad antecedente y consecuente. Es la tercera posible respuesta a la cuestión. Antes, había presentado otras dos respuestas, mucho más representativas de la teología agustina: 1) Dios salva a aquellos que Él quiere efectivamente salvar, y 2) Dios quiere salvar a toda clase de hombres. La respuesta que distingue entre las voluntades antecedente y consecuente de Dios es la más desarrollada. Emplea el ejemplo del juez celoso de justicia que, por una parte, desea que todos los hombres vivan –voluntad antecedente– pero que, por otra parte, quiere también que el asesino sea ajusticiado –voluntad consecuente–. El querer de la voluntad antecedente « se refiere a las cosas tal y como son en ellas mismas: y en ellas mismas, ellas son particularizadas ». La querer de la voluntad consecuente, por tanto, es aquel que tiene habida cuenta de todas las circunstancias particulares. En relación con esta voluntad final, la voluntad antecedente no es sino una simple veleidad (velleitas).
Creemos que la distinción de Tomás de Aquino se corresponde a una distinción entre voluntad en general, por una parte, y cosas queridas o particularizadas –actos concretos de la voluntad– por otra. Esta distinción es la que se corresponde a una voluntad antecedente y consecuente. Sin embargo, creemos que esta distinción es artificial en la medida que las cosas queridas, particularizadas, no pueden sino formar parte de la voluntad una y simple en Dios. En el fondo, voluntad y cosas queridas son la misma cosa. Esta doctrina nos parece así merecedora del juicio de O. PESCH, op.cit., p. 191: « Hasta qué punto las cosas permanecen impenetrables se ve en el hecho que la fórmula que da una solución (la de Tomás de Aquino) debe poner en obra dos actos de voluntad, o al menos dos orientaciones separadas de la voluntad en Dios. Sin embargo, esto es imposible, no sólo porque la simplicidad de Dios no permite sucesión o partes, sino además porque de hecho esto es absurdo, dado que los dos actos de la voluntad postulados tienen dos direcciones opuestas. La cuestión continúa sin solución ».
El interés de Amyraut se centra exclusivamente en la primera de las categorías: el amor antecedente, la predestinación para salvación, la voluntad revelada y la alianza condicional. La otra categoría, con todas las nociones relacionadas con la alianza absoluta, está disociada de la alianza de gracia, relegada al ámbito de la incomprensibilidad de Dios. De esta manera, Amyraut puede incluso afirma que « el misterio de la elección & la reprobación no tiene en absoluto nada en común con la doctrina de las alianzas ». [11] Esta afirmación nos parece un alejamiento cierto de la teología de Calvino, quien afirmó que«Así como la bendición de la Alianza aparta a la nación de Israel de los demás pueblos, así la elección de Dios distingue y diferencia entre ellos, predestinando a unos para salvación y otros para condenación eterna ». [12]
Para Amyraut la elección permanece exterior a la alianza, mientras que Calvino hace de la elección una realidad operante en la alianza, por tanto, podemos decir que, en este sentido, la elección es interior a la alianza. Ciertamente, Calvino distinguió entre alianza y elección, afirmando que la primera no está comprendida en la estipulación de la última. [13] Sin embargo, como hemos visto en la última cita del reformador, Calvino señala también lo que la alianza y la elección tienen en común: la elección es a la alianza lo que la alianza es al género común de los hombres. Por su parte, Amyraut consideraba el particularismo de Israel en el Antiguo Testamento –que en la Biblia y en la enseñaza de Calvino es la expresión de la elección y alianza divinas– como un estadio inferior de la Antigua Alianza  el cual es superado por la universalidad de la Nueva.
En la Biblia y en la enseñanza de Calvino, elección y alianza, bien que distinguidas, no pueden ser sino consideradas como unidas por un vínculo muy estrecho. En la teología reformada clásica posterior, este vínculo se halla en elpactum salutis alianza de redención: la alianza y la elección forman parte de la misma realidad divina ya desde la eternidad. Este punto está ausente en la formulación de Amyraut, para quien la alianza histórica está cortada de la eterna. De esta manera, a una alianza universal debe corresponderse también una elección universal. Es verdad que posteriormente, en respuesta a las críticas, Amyraut afirmó que la elección está comprendida en la alianza en un sentido amplio, pero está excluida en un sentido estricto. [14] La alianza en sentido amplio comprende, así, la alianza absoluta. Sin embargo, esta distinción entre alianza en sentido amplio y en sentido estricto no nos parece muy lograda y en todo caso no es algo que fuera extendido por Amyraut. Ella confirma solo la conclusión que ya hemos avanzado, a saber, que la alianza, para Amyraut, es una realidad esencialmente histórica.
Otra de las dificultades de la enseñanza de Amyraut tiene que ver con su concepto de voluntad de Dios. Como hemos visto, el universalismo hipotético se basa en la existencia de una voluntad doble en Dios. Por un lado, Amyraut afirma, escapándose de las críticas, que la voluntad de Dios es una y simple, [15] pero al mismo tiempo afirma que debe ser considerada de dos maneras, debido a nuestra imposibilidad para comprender el ser de Dios. De esta manera, él determina, por la analogía con los seres humanos, la existencia de dos maneras de voluntad de Dios: una solamente hace conocer el deseo y la otra determina que el deseo será efectuado. Esta voluntad es comunicada a la criatura por una voluntad también doble: la voluntad que ordena y la voluntadque discierne.
En nuestra opinión, es aquí donde es posible ver más claramente la habilidad dialéctica de Amyraut como polemista, puesto que llega a mantener juntas, aparentemente con éxito, afirmaciones en el fondo contradictorias. En efecto, él afirma que la voluntad de Dios es una y, al mismo tiempo, que es doble. Él justifica esta afirmación por la incomprensibilidad de Dios, pero parece contradecirse cuando establece incluso las modalidades de la voluntad divina por la analogía con las capacidades del hombre, vía que nos parece eminentemente racionalista. En nuestra opinión, su razonamiento es erróneo fundamentalmente en este punto: la voluntad divina simple y única no puede ser considerada doble invocando a la incomprensibilidad de Dios. De lo que se trata aquí es qué es lo que se tiene que considerar como realidad última y en el ser mismo de Dios: voluntad única o voluntad doble y contradictoria.
De la misma manera que una cosa no puede ser al mismo tiempo su contraria, lo único no puede ser doble. Afirmar esto último es contravenir toda ley de pensamiento y para presentarlo con apariencia de verdadero es necesario prácticamente hacer ilusionismo verbal, jugar con las palabras. Lo contrario ha de ser considerado cierto: la voluntad doble que hallamos en la revelación, voluntad secreta y voluntad revelada, debe ser considerada única y simple en Dios, bien que de manera que nos es incomprensible. Éste es, justamente, la enseñanza de Calvino y del conjunto de la teología reformada.
Hay que señalar también el empleo de la palabra voluntad por Amyraut. Ésta fue una de las críticas de uno de sus mayores oponentes, Pierre Du Moulin, quien indicó el empleo de esta palabra como sustituto de otros más denotativos, como decretopropósito o decisión del consejo de Dios. [16] Otros autores han intentado hacer la traslación de la doctrina de Amyraut con respecto a los órdenes de los decretos, [17] pero por lo que conocemos, parece que Amyraut sólo hablaba en términos más genéricos de voluntad.
De esta manera, su doctrina sobre la expiación universal hipotética es, sorprendentemente, un razonamiento de una gran simplicidad teórica: basta con incluir la obra de Cristo en el propósito de la voluntad antecedente y de la alianza condicional. [18] Hay que señalar que esta doctrina no ha podido ser condenada oficialmente ni en Francia ni en el extranjero, ni siquiera sobre la base de los cánones de Dordrecht, y esto precisamente a la época en la que la ortodoxia reformada tenía más fuerza. La vigorosa personalidad de Amyraut y razones de tipo político –el apoyo dado por los pastores de la capital francesa, y el temor a un cisma en la iglesia reformada de Francia– ciertamente jugaron un papel importante para impedirlo. Pero no podemos tampoco dudar que Amyraut explotó todas las posibilidades ofrecidas no sólo por los escritos de Calvino, de los cuales se reclamaba sin cesar, sino también de los Cánones de Dordrecht.
En efecto, él se había aprovechado en particular de la frase de Pedro Lombardo, « Cristo murió suficientemente por todos y eficazmente por los elegidos », que los Cánones retoman al hablar de la «virtud y dignidad infinitas» de la muerte de Cristo. [19] El enfoque de Amyraut añade al valor intrínseco del sacrifico –la enseñanza de Dordrecht– las consideraciones extrínsecas acerca de la voluntad divina. Evidentemente, tomar de esta manera el principio de Dordrecht no es más que un subterfugio, puesto que el sentido es efectivamente cambiado, pero dado que Dordrecht no excluyó explícitamente esta alternativa, ella era formalmente posible. Para descartarla, habría hecho falta una formulación todavía más precisa de la doctrina, lo cual hasta el presente no ha ocurrido.

Conclusión

De esta manera, con la aportación de Amyraut la teología reformada francesa quedó algo relegada de la orientación predestinacional de la teología de la alianza, precisamente en el periodo crucial de transición entre el Sínodo de Dordrecht y la Asamblea de Westminster.
Ciertamente, la preponderancia de la teología de Amyraut dentro de la Iglesia reformada francesa fue algo pasajero, siendo su apogeo en vísperas de la Revocación del Edicto de Nantes. Un siglo más tarde, la Iglesia salida del periodo del Desierto estaba casi por entero despojada de todo resto de ortodoxia reformada, debido a la plena adopción de los principios filosóficos de la Ilustración. En realidad, esto no fue ajeno al triunfo de la teología de Saumur, principalmente en las Iglesias-madre y las academias de Suiza, que sostenían a la Iglesia perseguida en Francia durante el siglo XVIII. Como J.T. Dennison afirma, « si el puente con la Ilustración venidera descansa en algún lugar, descansa en la Academia de Amyraut, Cappel y de la Place» [20]
En efecto, la teología de Saumur, por su racionalismo, su visión antropomórfica de Dios y la ruptura metafísica que conlleva su doctrina de la alianza, contribuyó poderosamente a minar las defensas de la Reforma frente a la progresión de las fuerzas del escepticismo, el naturalismo y la secularización. Pero en lo que a su contribución al desarrollo de la teología reformada se refiere, ella introdujo ciertamente un cuerpo extraño que con el tiempo se mostraría dañino y se extendería, socavando –una vez más– la unidad orgánica existente entre los primeros reformadores y sus últimas expresiones confesionales.
Por todo ello, no encontramos mejores palabras para concluir que las dichas por Ernest Brette en 1855 acerca de la doctrina de Amyraut: “El sistema producido por el profesor de Saumur tuvo como efecto arruinar la doctrina de Calvino que él se proponía defender, y facilitar el triunfo del arminianismo, que él quería rechazar”. [21]
Notas:
[1] Armstrong, B.G., Calvinism and The Amyraut Heresy. Protestant Scholasticism and Humanism in Seventeenth-Centrury France, (Madison, Milwaukee y Londres : The University of Wisconsin Press, 1969), p. 14.
[2] Cf. ibid., pp. 71-119.
[3] Moltmann afirmó incluso que la teología de la alianza de Amyraut era una«absolut treue Kopie» de la enseñanza de Cameron sobre la alianza; enZeitschrift für Kirchengeschichte, vol. 65 (1954), p. 285; citado en ARMSTRONG, op.cit., p. 141.
[4] La enseñanza relativa a la doctrina de la alianza se halla principalmente expuesta en “Theses Theologicae de tribus foederibus divinis” en Theses Salmurienses, 4 vols. (Ginebra: 1662), 1: 212. Ante la dificultad hoy día para consultar estos escritos originales, para los párrafos siguientes, nos basamos en ibid., pp. 48-70, 140-156.
[5] Réponse à M. de la Milletiere, (Saumur : 1658), p. 339.
[6] Cf. Réponse à M. de la Milletère, p. 268ss.
[7] Armstrong, op.cit., p. 248.
[8] Cf. Réponse a M. de la Milletière, p. 339ss.
[9] Cf. ibid., pp. 177-221.
[10] Brief traité de la prédestination, p. 138.
[11] En Défense de la doctrina de Calvin, p. 562; en ibid., p. 196, nota 106. Asimismo, la tesis 46 de las Theses Salmurienses 1, p. 223 afirmaba que la elección queda fuera del ámbito de la alianza evangélica.
[12] Calvino, J., Epístola a los Romanos, (Grand Rapids: Desafío, 1995), p. 241; comentario de Rm 9,11.
[13] Ibid., p. 239: « La elección de Dios no se sujete a la descendencia carnal de Abraham, y ni siquiera se halla comprendida en la condición y en el pacto de la Alianza ». Creemos que es evidente que esta afirmación de Calvino significa que no toda « la descendencia carnal de Abraham », es decir todo israelita, todo miembro de la alianza, es realmente elegido.
[14] Réponse à M. De la Milletiere, 1658p. 343: « Usted ve que yo distingo entre la alianza evangélica, considerada estrictamente y esta alianza considerada en general. Y digo que es en este primer sentido que la elección y la gracia del Espíritu de la que depende están fuera de su ámbito ».
[15] Défense de la doctrina de Calvin, p. 115: « Ciertamente la voluntad de Dios es solamente una y de una supremamente simple naturaleza », en ibid., p. 194. Todo este párrafo, que trata sobre estas cuestiones importantes de la voluntad de Dios, se basa en la información que se hallan p. 194s del libro de Armstrong.
[16] Cf. Armstrong, op.cit., p. 193.
[17] Cf. Dabney, R.L., Systematic Theology (Edinburgh: Banner of Truth, 1985)., p. 519. El esquema sería el siguiente: decreto de crear el hombre; decreto de permitir la caída; de enviar a Cristo para la expiación de los pecados de todos los hombres, a condición que crean; a causa del rechazo previsto de esta salvación debido a la servidumbre del pecado, decreto de elegir y salvar sólo a algunos.
[18] Para todas las cuestiones en relación con la doctrina de la predestinación de Amyraut, en especial acerca de la extension de la expiation, cf. S. STREHLE, « The Extent of the Atonement and the Synod of Dort », WTJ 51 (1989), 1-23 ; « Universal Grace and Amyraldnism », WTJ 51 (1989), 345-357; W.R. GODFREY, « Reformed Thought on the Extent of the Atonement to 1618 », WTJ 37 (1975), 137-171 ; R. NICOLE, « John Calvin’s View of the Extent of the Atonement »,WTJ 47 (1985), 197-225 ; « Covenant, Universal Call and Definite Atonement »,JETS 38/3 (1995), 403-412 ; P. HELM, « Calvin, English Calvinism and the Logic of Doctrinal Development », SJT, 34 (1981), 179-184 ; W. STANFORD REID, Recension R.T. Kendall, Calvin and English Calvinism to 1649 (Oxford : Oxford University Press, 1979), dans WTJ 43 (1980-81), 155-164 ; T. LANE, « The Quest for the Historical Calvin », EvQ 55 (1983), 95-113 ; M.Ch. BELL, « Was Calvin a Calvinist? », SJT 36 (1983),  535-540 ;  J.B. TORRANCE, « The Incarnation and Limited Atonement », EvQ 55, (1983), 83-94 ; R.L. DABNEY,op.cit., pp. 513-535 ; Ch. HODGE, Systematic Theology, vol. 2, pp. 544-562 ; J. MURRAY, « The Atonement and the Free Offer of the Gospel », Collected Writings, vol. 1, pp. 59-85 ; H. BLOCHER, « Le champ de la rédemption et la théologie moderne », Hokhma 43/1990,.pp. 25-47 ; P. WELLS, « Qui est sauvé ? », RR 194 (1997/3), 63-85.
[19] Cánones de Dort, II.3.8, en Confesiones de fe de la Iglesia, p. 117s
[20] J.T. DENNISON, Jr., « The Twilight of Scholasticism: Francis Turretin at the Dawn of the Enlightenment », dans C.R. TRUEMAN y R.S. CLARK eds., Protestant Scholasticism. Essays in Reassessment, (Carlisle: Paternoster Press, 1999), p. 253.
[21] Du systeme de Moïse Amyrat, designé sous le nom d’Universalisme Hypotéthique (Montauban : 1855), p. 5.
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Jorge Ruiz Ortiz. Artículo publicado en “Nueva Reforma”, nº 89 (mayo 2010),

1 de julio de 2013

El Juramento del Sínodo de Alais (1620)


Por completo ajenos e ignorantes a la extraña circunstancia de que yo me iría a casar en aquella ciudad 376 años más tarde, los pastores de la Iglesia Reformada en Francia se reunieron en sínodo, a partir del 1 de octubre y hasta entrado el mes de diciembre, en la ciudad de Alais (en la actualidad, Alès-en-Cevennes). Bajo el liderazgo indiscutible del gran pastor y teólogo Pierre Du Moulin, la asamblea decidía adoptar los cánones recientemente adoptados, en Holanda, por el Sínodo de Dordrecht en contra de las enseñanzas remonstrantes, comúnmente conocidas como arminianas. No sólo eso: se requería que estos cánones fueran suscritos, bajo juramento, por todos los pastores y maestros de la Iglesia Reformada de Francia.
Pero el Sínodo se acabó y la historia no tardó en seguir su curso. El 25 de diciembre del mismo 1620, una asamblea política protestante se reunía en La Rochelle para protestar por las medidas tomadas tras la anexión por el rey de Francia de la que fuera protestante Navarra. Demandaban el cumplimiento en aquel territorio recatolizado de las estipulaciones de tolerancia del Edicto de Nantes. Al ser rechazadas sus demandas por el rey de Francia, se tomó directamente el camino de la última de las guerras de religión (1620-1629).Serían ganadas, como es de suponer, por las tropas de Luís XIII, el hijo del apóstata rey de Francia Enrique IV. Esta derrota, firmada precisamente enAlais en 1629, debilitaría definitivamente la Reforma en Francia, dejando a los protestantes al albur de la “buena voluntad” del rey. Se preparaba así el terreno para la Revocación del Edicto de Nantes y la sangrienta persecución de los reformados en Francia durante más de un siglo.
En todo caso, si se pudiera parar el reloj de la Historia, nos quedaríamos sin duda en aquel otoño de fraternales reuniones en la ciudad de Alais, a orillas del río Gardon. Precisamente cuando un joven estudiante, llamado Moyse Amyraut, estaría comenzando a recibir sus clases de teología con el afamado profesor John Cameron. Sí, en la distante, geográficamente hablando, Academia de Saumur. Pero esa es otra historia.
Les dejo, pues, con el texto del juramento en cuestión (original francés incluido)
Formulario de juramento. – Yo,..….., juro y prometo ante Dios y ante esta santa asamblea, que recibo, apruebo y abrazo toda la doctrina que ha sido firmada y decidida por el Sínodo nacional de Dordrecht, como enteramente conforme a la Palabra de Dios y a la Confesión de nuestras iglesias; por lo que juro y prometo perseverar durante mi vida en la profesión de esta doctrina, y defenderla con todas mis fuerzas, y de no alejarme jamás de esta regla en mis predicaciones, ni al enseñar en los colegios o academias, ni en mis escritos o conversaciones, ni de ninguna otra manera, sea en público o en privado. Y declaro también y protesto que rechazo y condeno la doctrina de los arminianos, porque ella hace depender la elección del fiel de la voluntad del hombre, y atribuye tanto poder a su libre albedrío que destruye la gracia de Dios, y porque ella disfraza el papismo para establecer el pelagianismo, y arruina toda seguridad de la salvación. He aquí porqué renuncio a todos estos dogmas. Así, que Dios quiera ayudarme y serme propicio, como juro ante Él lo que precede, sin ninguna ambigüedad, ni rodeos, ni retención mental.
Formulaire du serment. – Je, N. , jure et promets devant Dieu et cette sainte assemblée, que je reçois, approuve et embrasse toute la doctrine enseignée et décidée par le Synode national de Dordrecht, comme entièrement conforme à la Parole de Dieu et à la Confession de nos églises; c’est pourquoi je jure et promets de persévérer durant ma vie dans la profession de cette doctrine, et de la défendre de tout mon pouvoir, et de ne m’éloigner jamais de cette règle dans mes prédications, ni en enseignant dans les collèges ou académies, ni dans mes écrits ou conversations, ni en aucune autre manière, soit en publie ou en particulier : et je déclare aussi et proteste que je rejette et condamne la doctrine des Arminiens., parce qu’elle fait dépendre l’élection du fidèle de la volonté de l’homme, et attribue tant de pouvoir à son franc arbitre qu’elle anéantit la grâce de Dieu, et parce qu’elle déguise le papisme pour établir le pélagianisme, et renverser toute la certitude du salut. Voilà pourquoi je renonce à tous ces dogmes. Ainsi Dieu veuille m’aider et m’être propice, comme je jure devant lui ce que dessus, sans aucune ambiguïté, ni détour, ni rétention mentale
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Jorge Ruiz Ortiz.
Texto citado de Eugène y Émile Haag, La France protestante, (Ginebra: Joel Cherbuliez, 1858), p. 303.