Sola gracia, Solo Cristo, Solo fe, Sola Escritura. ¿A dónde conducen todos estos enunciados? A uno que los resume y culmina: Solo a Dios sea la gloria. Ahí está lo esencial del mensaje de la Reforma.
Tal vez a los provenientes de países latinos todo esto nos suena más bien como una fría expresión de religiosidad, más propia de las gentes del Norte, ya se sabe, más austeras y serias. Nosotros somos gente del Sur, con otro carácter, y vemos la vida de manera distinta. Oímos “Sólo a Dios sea la gloria” y es como si el hombre desapareciera en nuestra mente, como si nos evocara iglesias sin imágenes. Y como Moisés ante la zarza ardiente, nos sentimos atraídos y queremos mirar, pero algo en nosotros nos dice que, puestos a preferir, mejor lo conocido, porque por lo menos es lo “nuestro”. Nos encontramos más a gusto en él, aunque no sepamos decir por qué. Tal vez porque nos resultan más familiares las iglesias donde abundan las representaciones del Dios de gloria, pero también imágenes de hombres glorificados.
Si sólo fuera eso, si el mensaje de la Reforma fuera únicamente una expresión cultural más de la fe, nosotros podríamos sentirnos libres de seguirlo, o no, en función de nuestras inclinaciones personales. Pero lo cierto es que no es así. “Sólo a Dios sea la gloria” es un enunciado bíblico. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad”(Salmo 115:1).
En la Escritura nos encontramos claramente que el mayor deber de toda criatura es el de glorificar a Dios. Ese deber se deriva de quién es Dios, en sí mismo, porque sólo Él es Dios, porque todas Sus perfecciones son infinitas. La Biblia comunica estas ideas cuando habla del nombre de Dios: “Dad a Jehová, oh hijos de los poderosos; dad a Jehová la gloria y el poder. Dad a Jehová la gloria debida a su nombre” (Salmo 29:1). Dios es, además, el Creador de cuanto existe, y el que mantiene todo con vida a cada instante (Hechos 17:24,28). Todo, por tanto, le pertenece. Como el Señor es Dios sobre todas las cosas (Romanos 9:5), como sólo Él es Dios de todos los reinos de la tierra (Isaías 34:16), todo lo que existe está obligado a glorificar a Dios: “Te alaben, oh Jehová, todas tus obras” (Salmo 145:10); “Todo lo que respira alabe a JAH”(Salmo 150:6). El Salmo 148 habla bien elocuentemente del alcance de este deber: han de alabar a Dios seres tan dispares como los ángeles, el sol, la luna, las estrellas, los cielos, los monstruos marinos y los abismos del mar, el fuego, el granizo, la nieve, las nubes, la tempestad, los montes, los árboles, todos los animales, los príncipes y reyes, los jóvenes, los ancianos, los niños… La alabanza a Dios ha de ser universal. “Alaben el nombre de Jehová, porque sólo Su nombre es enaltecido. Su gloria es sobre cielos y tierra” (Salmo 148:13).
Para el hombre, no hacerlo es rebelión. Es gran pecado. La criatura quiere prescindir del Creador, para ocupar Su lugar, como soberano del Universo, y como rey de sus propias vidas. El hombre se cree con derecho a hacerlo, aunque esa actitud no sea más que no querer vivir para el propósito para el cual uno fue creado, porque fuimos hechos para conocer a Dios, para adorarle y gozar de Él para siempre.
Nada se puede hacer sin Dios, pero en el fondo, tampoco nada se puede hacer contra Él. Dios se reirá de los que contra Él se rebelan (Salmo 2:4). En efecto, presentándose ante ellos, les dirá, como a Job: “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra?… Adórnate ahora de majestad y de alteza, y vístete de honra y de hermosura” (Job 38:4 y 40;10). Porque nadie puede frustrar los designios y propósitos soberanos de Dios. El fin que Él se propuso fue el de manifestar Su gloria en todas Sus obras, y nadie podrá impedir el cumplimiento de Su voluntad. “… el que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad”(Efesios 1:11); “Porque de Él, y por Él, y en Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos” (Romanos 11:36). Lo cierto es que llegará el día en el que toda carne reconozca al único soberano Dios: “Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y de los que están en la tierra, y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10-11). Toda rodilla se doblará, por lo que lo hará incluso la de aquellos que por su dureza y por su corazón no arrepentido vayan a conocer el castigo eterno decretado por Dios (Romanos 2:5; Mateo 25:46). Sí, verdaderamente Dios será glorificado por todos.
Para los que en esta vida han gustado la benignidad del Señor (1 Pedro 2:3), los que han abrazado el ofrecimiento de gracia del Evangelio (Juan 3:16; Mateo 11:28 y 22:4), recibiendo a Cristo por la fe (Juan 1:12), los que han hallado que Cristo es su única esperanza en cuanto a la salvación, y que incluso es su misma vida (Colosenses 1:27; 3:4), la perspectiva de la vida cambia completamente. La vida, para empezar, adquiere un sentido, un propósito. Y el fin, el propósito de la vida, aquello para lo que se vive ya no es alcanzar un trabajo bien pagado, o buena posición, crear una familia o hacer muchas cosas en la vida, todo lo cual, en sí mismo, no es malo. Pero quien tiene en él a Cristo (Romanos 8:10), no tiene otro el fin mayor de su vida que no sea el glorificar a Dios: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 14:7-9); “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).
Todo pensando en Dios. Todo pensando en Su buen nombre entre los hombres. Se vive para conocer Su voluntad y para cumplirla, no siendo oidores olvidadizos de la Palabra, sino hacedores de la misma (Santiago 1:22). La religión deja de ser algo impuesto, o algo con lo que se puede jugar o negociar, sino que es de corazón: la fe obra por el amor, se guardan, pues, los mandamientos de Dios (Gálatas 5:6; 1 Corintios 7:19). Para la gloria de Dios.
¿Qué es lo específicamente de la Reforma en toda esta perspectiva? Seguramente, la diferencia estriba en una pequeña palabra: Sólo a Dios sea la gloria. Perspectiva a menudo temida. ¿Aniquilaría ella al hombre? Al contrario, reconoce que lo propio del hombre, lo mejor del hombre, su culminación, su existencia misma, sólo se encuentra en Dios. Lo que no es nacido de Dios y en Dios, es de la carne.
“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:6-7);
“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:12-13);
“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
¡Si tan sólo todos pudiéramos ver las cosas así! ¡Si, por Jesucristo, tan sólo todos pudiéramos decir, ahora y de corazón, ¡Sólo a Dios sea la gloria!
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Jorge Ruiz Ortiz, publicado en En la Calle Recta, nº 206 (mayo-junio 2007), pp. 19-21