Que la Iglesia católicorromana es fundamentalmente una institución en constante evolución, tanto en creencias como en prácticas, es algo que hoy día difícilmente podrá ponerse en duda. El genio católicorromano consiste, por otra parte, en revestir de catolicidad los cambios que se van acumulando con el tiempo, es decir, presentarlos de manera tal que parezcan haber formado parte, desde siempre, del ser mismo de la Iglesia. Tarea seguramente apasionante, y que ha empleado buena parte de las mentes más brillantes que ha dado el género humano, pero que no resulta siempre fácil y que, en ocasiones, aparece verdaderamente complicada.
Uno de los lugares donde más se pone esto de manifiesto, y precisamente de los que más separa a católicos y protestantes, es, sin lugar a dudas, el de los sacramentos, es decir, las ceremonias instituidas por Cristo como señales y medios de gracia para Su Iglesia. Dejando aparte la disputa acerca de la eficacia de los mismos (la cuestión del ex opere operato), es el número de sacramentos lo que constituye un problema insuperable entre ambas confesiones. Tras 1500 años de Iglesia cristiana, el Concilio de Trento fijó en siete los sacramentos cristianos, definiéndolos además de manera precisa. Con ello, Roma cerró definitivamente la puerta a la Reforma protestante, la cual, ateniéndose al testimonio bíblico, reconocía sólo al Bautismo y Santa Cena como sacramentos instituidos por Jesucristo.
De esta manera, en el siglo XVI Roma y la Reforma se perfilaron, frente a frente, en torno a la cuestión de los sacramentos. Por su parte, Trento consagraba el último desarrollo de la teología escolástica habido durante la Baja Edad Media en torno, precisamente, a esta cuestión de los sacramentos.Cabe, por otra parte, decir que la deferencia de Roma por esta teología escolástica se hizo no solamente en la época del inicio en Europa de las universidades que la impartían, sino, lo que es más importante, cuando Roma se veía amenazada por diversos e importantes movimientos de reforma, como valdenses, lolardos y husitas, por ejemplo. Al afirmar, por tanto, el aspecto sacramental de la Iglesia, se salvaguardaba asimismo su carácter institucional. Desde Trento, pues, la Iglesia católicorromana puede ser definida con propiedad como una Iglesia sacramentalista, lo cual no es forzosamente una expresión peyorativa, sino la simple constatación de que entiende el ejercicio de su potestad espiritual (el poder de las llaves, fundamentalmente) por medio de los sacramentos.
La Reforma, por su parte, rompía, más que con la tradición cristiana en sí (como tantas veces se afirma sin razón), sobretodo con la actualización de la misma por parte de la teología escolástica. Todo en la Iglesia, reflexión teológica incluida, debía volver a estar sometido a la autoridad suprema de la Biblia. De ahí se desprenden dos principios fundamentales para la Reforma. Por un lado, el aspecto institucional y sacramental de la Iglesia, si bien siguen siendo mantenidos, han de ser reducidos hasta lo esencial de los mismos. Por otro lado, en la convicción protestante, el poder espiritual de la Iglesia se ejerce por medio de la predicación de la Palabra de Dios.
Tener presente todo esto ayudará, sin duda alguna, a la hora de profundizar en el particular de las ceremonias consideradas por la Iglesia católicorromana como sacramentos. Y llaman la atención de manera especial dos, los llamadossacramentos de sanidad: la penitencia o confesión de pecados y la unción de enfermos, antes llamada extremaunción. La necesidad de ambos sacramentos parece clara según la mentalidad católicorromana, puesto que, como se da a entender al llamarlos “de sanidad”, ellos han de proveer la restauración de la vida nueva en el hijo de Dios cuando ésta se pierde a causa del pecado.
El principio sobre el que se basan, pues, es que la nueva vida en Cristo puede ser perdida en el hijo de Dios. Ante ello, la Reforma se oponía y opone resueltamente, porque según las Escrituras, la nueva vida en Cristo no puede perderse en el verdadero creyente: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). El testimonio bíblico, pues, cuestiona de partida la necesidad de tales sacramentos. ¿Cómo pueden ser ellos los medios eficaces para restaurar aquello que, según las Escrituras, en el verdadero creyente no se puede perder?
Por otra parte, hay que tener presente que la confesión y la unción de enfermos han variado considerablemente a lo largo del tiempo, hasta el punto de que es legítimo preguntarse si existe una forma sacramental de ambos y, si no es así, si se puede hablar entonces de sacramentos. Esto es especialmente evidente en la confesión de pecados. Si se afirma, como Trento hace, que la forma (en el sentido de esencia) del sacramento de confesión consiste en las palabras de absolución “Yo te absuelvo a ti….” entonces hay que recordar que hasta la Edad Media ésta absolución era deprecativa (“Dios perdone tus pecados”), manera como, por otra parte, ha perdurado en las Iglesias ortodoxas hasta hoy.
En lo que a la ceremonia de la confesión se refiere, en la Iglesia primitiva la confesión era una ceremonia pública, por la que un bautizado que había caído en un pecado grave o escandaloso era readmitido a la comunión de la Iglesia tras un periodo de prueba o penitencia, en el cual se comprobaba la sinceridad de su arrepentimiento por el cumplimiento de unos ejercicios, normalmente ascéticos y de restricción de relación social, impuestos por los oficiales de la Iglesia. La readmisión era pública, generalmente ligada a una ceremonia de imposición de manos como señal pública del perdón divino del pecado. Es, además, bien conocida la severidad con que se administraban las penitencias, por lo que llegaron a comprenderse como verdaderas penas legales impuestas por la Iglesia de acuerdo con la gravedad del pecado.
Así las cosas, era casi inevitable que el cumplimiento de esas penitencias adquiriera con el tiempo el sentido de satisfacción a realizar por el pecador para que su pecado fuera perdonado, añadiéndose así esta satisfacción a la virtud y eficacia perfectas de la obra de salvación de Jesucristo. En otras palabras, esto significa que la obra salvadora de Jesucristo era considerada incompleta para obtener el perdón de los pecados, teniendo que ser completada por el supuesto oficio sacerdotal de la Iglesia como institución, quien había de imponer la satisfacción. Y es en esta lógica que la llamada promesa de las llaves (Mateo 16:19 ; 18:18 ; Juan 20:23) entró a considerarse como perteneciente a la confesión, lo cual en realidad es ajeno al texto bíblico, que no liga en ningún momento esta promesa a ceremonia alguna de absolución. La misma lógica, por otra parte, que desembocó en la doctrina del purgatorio, absolutamente ausente en la Palabra de Dios.
Por allá el siglo VI-VII la confesión sufrió un cambio considerable, al adoptarse la práctica digamos “privada” de la confesión, traída al continente por misioneros irlandeses. Es decir, con este cambio ya no se exigía que la readmisión a la comunión de la Iglesia se hiciera por medio de una ceremonia pública. Todo (confesión, absolución y penitencia) quedaba en un asunto personal con el confesor, del que no se tenía que dar cuenta al resto de los fieles, con lo cual, por una parte, ciertamente se mitigaba la gran severidad de la práctica antigua, pero, por otra parte, también se reforzaba las pretensiones sacerdotales de los oficiales de la Iglesia. Éste es, pues, el origen de la práctica de la confesión “auricular”, la confesión tridentina que, por la imagen de los confesonarios en las iglesias, se ha convertido en una de las señas distintivas del catolicismo-romano.
A pesar de ello, en la actualidad la práctica de la confesión ha entrado en una crisis profunda, de la que, a pesar de los esfuerzos desplegados por Juan Pablo II, parece que no saldrá ya más. Simplemente, ni la sociedad ni la mentalidad contemporáneas entran en los moldes de Trento. Por ello, cada vez se alzan más voces que propugnan nuevas formas del sacramento de penitencia más acordes con los tiempos, como por ejemplo alentar a que la gente haga actos penitenciales libres o celebraciones comunitarias de penitencia. Estas últimas consisten en la proclamación de la Palabra y confesión colectiva de pecados. Por la importancia que en estas celebraciones tiene la Palabra de Dios, parece como si la Iglesia católicorromana se esté inspirando del protestantismo. Con todo, sería ilusorio pensar que la Iglesia institucional vaya a admitir la sustitución de la forma sacramental, tridentina, de la penitencia por tales prácticas, puesto que ello contravendría su misma esencia como Iglesia. De hecho, la validez de tales prácticas queda, en teoría, supeditada a la confesión posterior con un sacerdote, para cumplir con lo prescrito en Trento. Desde fuera, pues, da simplemente la impresión de que se trata de buscar nuevas vías para acercar el sacramento de la confesión a la gente de hoy.
Consideremos ahora la unción de enfermos, antes llamada extremaunción. Contrariamente a la confesión, la unción sí que se puede reclamar de un fundamento bíblico en cuanto a la ceremonia en sí (¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados; Santiago 5:14-15). Trento afirmó que la unción de enfermos fue instituida por Jesucristo mismo, a pesar de que esta institución no se vea por ninguna parte en los evangelios; lo más que Trento pudo alegar en este sentido es que fue “insinuada” en Marcos 6:13.
De esta manera, en relación con la unción en la epístola de Santiago, hay que decir lo siguiente. Primero, el asunto que Santiago destaca, más que la unción, es la oración o, para ser más precisos, la eficacia de la oración de fe. Segundo, la sanidad que contempla este pasaje es fundamentalmente la sanidad física. Sólo hipotéticamente se contempla la posibilidad de que la enfermedad sea debida a un pecado; si fuera así, afirma Santiago, al recibir la sanidad también le será perdonado. Tercero, hay que tener presente que, en la cultura del antiguo Israel, como atestiguan los evangelios, el aceite de oliva tenía una gran variedad de usos, siendo también utilizado con fines medicinales.
Por el contrario, como sacramento (recordemos, según la doctrina católicorromana, un medio de por sí eficaz para transmitir la gracia divina) la eficacia de la extremaunción debe entenderse principalmente en relación con el perdón de los pecados. Tal como la extremaunción fue fijada en Trento, se trataba, fundamentalmente, de un sacramento de absolución de los pecados para el moribundo, donde, a diferencia del pasaje de Santiago, la sanidad física prácticamente estaba ausente por completo. La fórmula tradicional de la extremaunción hablaba de ello de manera bien elocuente: se tenía que ungir los órganos de los cinco sentidos (ojos, orejas, boca, nariz y manos), además de los pies y, en el caso de los hombres, la zona lumbar, implorando el perdón para los pecados cometidos por vista, oído, gusto, olfato, tacto, el caminar y la “delectación carnal” (es decir, los pecados sexuales).
A partir de Vaticano II, la extremaunción ha sido objeto de una revisión importante tanto en formas como en contenido. Por un lado, su uso ya no está limitado a los moribundos (de ahí su cambio de nombre por el de “unción de enfermos”). Por otro lado, el rito en sí de la unción se ha simplificado, ya que sólo se tiene que ungir la frente y las manos del enfermo. Por supuesto, y en esto no hay cambios, la perspectiva de la sanidad física sigue siendo absolutamente marginal. Sin embargo, sí que se puede decir que la unción de enfermos, tal y como se aprecia por ejemplo en el catecismo oficial de la Iglesia católicorromana, se está revistiendo de un sentido nuevo, muy importante y, por otra parte, extremadamente místico: con la unción, el enfermo, por un lado, se une a los sufrimientos de Cristo y, por otro, contribuye, gracias a los sufrimientos de su enfermedad, a la santificación de toda la Iglesia. Por supuesto, estas ideas no son nuevas en la teología y espiritualidad católicorromanas, pero en la actualidad, en la época de espiritualidad monista en la que nos hallamos, se han acentuado considerablemente. No es aventurado decir que éste va a ser el sentido primordial que la unción de enfermos tendrá en adelante, por encima incluso del de la absolución de los pecados.
En conclusión, podemos preguntarnos acerca de la conveniencia o no, en las Iglesias evangélicas y herederas de la Reforma, de la práctica tanto de la confesión de pecados como de la unción de enfermos. En este sentido, quisiéramos quedarnos solamente en una enumeración de principios generales.
En primer lugar, como hemos visto a lo largo de este artículo, ni la confesión ni la unción pueden ser consideradas como sacramentos (una vez más:ceremonias instituidas por Cristo como señales y medios de gracia a Su Iglesia).
En segundo lugar, si bien están desprovistas de carácter sacramental, se puede llegar a reconocer en estas prácticas un cierto valor y utilidad, tanto en el ejercicio del ministerio pastoral como en la vida de la Iglesia. Por ejemplo, en el caso de un miembro de una iglesia puesto en disciplina o excomulgado por un pecado público y escandaloso, es de puro sentido común, además de bíblico (Mateo 18:15-18; Lucas 17:3-4), que la readmisión a la comunión de la Iglesia se haga tras haber declarado su arrepentimiento a la Iglesia. De otra manera, la santidad y pureza de vida de la Iglesia podrían verse, a ojos del mundo, empañadas por el descrédito, o el resto de miembros sentirse, por el mal ejemplo tolerado, alentados a pecar.
Dicho esto, en tercer lugar, hay que tener bien presente los riesgos de insistir sobremanera en la práctica de estas ceremonias, como asimismo de todas las demás. Hacerlo podría indicar por nuestra parte una cierta propensión tanto al formalismo como al sacerdotalismo de la Iglesia. En cuanto a la unción de enfermos, creemos, por un lado, que Dios sigue sanando hoy en Su Iglesia; de hecho, toda sanidad (por los medios que sea, incluso médicos) proviene verdaderamente de Dios, y Dios sigue sanando en respuesta a la oración de Sus hijos. No obstante, no sería en absoluto correcto ligar la eficacia de la oración o la sanidad a la unción con aceite. Ello sería contrario tanto al testimonio bíblico (la gran mayoría de las sanidades de Jesús y de los apóstoles fueron sin unción) como a la experiencia común de los cristianos. Por otro lado, en cuanto a la confesión, sería un error pensar que un cristiano sólo debe confesar sus pecados a un pastor o a los ancianos de la Iglesia. De hecho, Santiago mismo, tras hablar de la unción, sigue diciendo “Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados”(5:16). La confesión individual no está pues limitada a los pastores y, si bien es conveniente y beneficioso hacerlo en el contexto de la cura de almas, el perdón divino no depende en absoluto de ello. De hecho, para recibir el perdón divino, basta confesárselos directamente a Dios, sin intermediarios humanos, sólo por el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo (1 Timoteo 2:5).
Por todas estas razones, incluso hoy en día podemos apreciar y valorar la sabiduría y prudencia de la Reforma, que dejó de considerarse ligada en conciencia al cumplimiento de tales ceremonias de la Iglesia sin por ello rechazarlas por completo. En concreto, la Reforma se mostró bastante favorable al arrepentimiento público de un cristiano cuyo pecado haya sido público y que a causa de él haya sido puesto en disciplina, y, por el contrario, no mostró gran interés por la práctica de la unción de enfermos. Si las Iglesias de la Reforma se plantearan ahora la conveniencia de practicar tales ceremonias, no creemos que sería una buena señal invertir este orden de prioridades, puesto que la confesión pública de pecados, a diferencia de la unción de enfermos, afecta el ámbito de la disciplina de la Iglesia, la cual es una señal de la verdadera Iglesia. Por otro lado, tampoco sería bueno insistir en un tipo de ceremonia de confesión en particular, ni aplicarla de manera automática en todo tipo de situaciones que se pueda dar en la Iglesia. Hacerlo sería sacralizar las prácticas de origen humano. Exactamente como se hizo en Trento.
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Artículo escrito por Jorge Ruiz Ortiz, para la Fundación En la Calle Recta.