EL ESLABÓN PERDIDO ENTRE CASTELAR, ZAPATERO Y BENEDICTO XVI
Grande Es Dios En El Sinaí
“Señores Diputados: me decía el Sr. Manterola (y ahora me siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba a todas sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina. Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.”
Con estas palabras Emilio Castelar y Ripoll concluía su célebre discurso sobre la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado, dado el 12 de abril de 1869 en el Congresos de Diputados de España. Era el periodo de Cortes Constituyentes del llamado “Sexenio Liberal” (1868-1874), periodo que, amén de la revolución de los generales que en 1868 envió a Isabel II al exilio, tiene como hitos hasta ahora difícilmente igualados la implantación de la república federal por la tarraconense ciudad de Reus; la importación de la dinastía más fugaz de la historia de España (la de los Saboya, 1870-73); la revuelta de los cantones, con el de Murcia a la cabeza; la sucesión de cuatro presidentes de la República en un solo año o la dictadura militar del general Pavía con la que se pudo hacer frente a la tercera guerra carlista, sin contar, por otro lado, con la permanente insurrección en Cuba. Significativamente, este periodo de desintegración aguda de España como nación fue el que propició la llamada “Segunda Reforma”. Desde entonces, los protestantes ya no estamos bajo el manto de la historia y formamos parte, con nuestros grandes aciertos, pero también con nuestros tremendos complejos y contradicciones, de la realidad de este país llamado España.
DE CASTELAR A ZAPATERO
Castelar, que sería el último de los presidentes de la I República, fue sin duda uno de los mayores oradores que ha habido nunca en España. En muchos aspectos, su vida fue la del héroe romántico capaz de conmover, por su vida y poderoso verbo, a todo un país. Figura emblemática de un mundo universitario convertido en vector de las ideas revolucionarias, Castelar salvó la vida, tras haber sido condenado al garrote vil, gracias a la intervención de la reina misma. Comenzó entonces un exilio, entre 1866 y 1868, corto pero intenso, en el que, subsistiendo como corresponsal para los principales periódicos de Hispanoamérica, recorrió muchos países europeos y pudo entrevistarse con buena parte de sus estadistas e intelectuales. A su regreso, tras el derrocamiento de Isabel II, Castelar fue elegido diputado y fue entonces cuando se dieron a conocer plenamente sus inmensas dotes oratorias.
El discurso sobre la libertad religiosa de Castelar figura todavía hoy entre las piezas más célebres de la oratoria española. En su polémica con el canónigo de Vitoria, Manterola, Castelar supo llevar sus argumentos al punto culminante, el texto reproducido al inicio de nuestro artículo. Hay que reconocer que, en la forma, sus palabras son una pieza maestra de la retórica; es decir, son tremendamente efectivas. Ciertamente, hoy en día se vería pomposo hablar así, pero esa manera de hablar, un tanto recargada, convenía perfectamente a los gustos de la época. No le falta tampoco esa pequeña chulada (“yo soy más cristiano que todo eso”) que suele ser el argumento más efectivo de todos.
Pero, en el fondo, en este punto culminante de su discurso, Castelar asocia ideas que son bastante dispares, hilvanándolas únicamente por la carga afectiva que ellas mantienen en él y en el auditorio: estando subyacente en todo el discurso la expulsión de los judíos de España, Castelar funde aquí la solidaridad espiritual de los hijos en los pecados de sus padres con cuestiones de teología (quién es Dios y cómo es Él), de religión (de poder o de amor) y se solicita, en nombre del mismo Evangelio, la libertad religiosa, la cual es identificada a la “libertad, fraternidad, igualdad” de la Revolución Francesa. Esta gran disparidad temática se convierte en el hilo conductor, más que de una idea, de un llamamiento, que apunta a los corazones para modificar las voluntades. Esto es algo que comparte todo tipo de oratoria, incluso la sagrada, es decir, la predicación. Sin embargo, el púlpito tiene una ventaja infinita sobre el estrado: el hilo del discurso y el llamamiento se desprenden (deben de hacerlo) del texto bíblico, el cual tiene que controlarlo todo, mientras que la oratoria parlamentaria es más apta para todo tipo de libertades.
El tiempo pasa, más de cien años ya, pero el “Grande es el Dios del Sinaí” de Castelar continúa figurando como uno de los momentos por excelencia de la retórica española. No es, pues, de extrañar, que de vez en cuando le salgan a Castelar emuladores hasta en los sitios más insospechados. Hace poco, sin ir más lejos, tuvimos la ocasión de contemplar como el presidente del gobierno,José Luis Rodríguez Zapatero, en un discurso ante la Asamblea Nacional francesa, exclamó, si bien, es cierto, de manera poco vibrante: “Grande es la España del castellano, pero más grande es la España del gallego, del catalán, del euskera”. Un parecido demasiado literal con la proclama de Castelar como para ser mera casualidad; en política, por otra parte, las casualidades no existen. Lo confirma, en nuestra opinión, el comprobar el nivel de pensamiento más bien subliminal que transmite esta intervención de Zapatero: la España del castellano está asimilada a la religión del autoritarismo y del poder, mientras que la España de los otros idiomas, a la religión del amor y del perdón. No está mal, como profesión de hispanidad de un estadista ante un parlamento extranjero.
¿Comprenderán los señores diputados franceses esos resortes tan sutiles de profundo pensamiento hispánico? No hay que subestimar, no obstante, la capacidad de Zapatero para hacerse entender por todos, a pesar de su peculiar lógica sólo para iniciados. Sin ir más lejos, por la parte que nos toca y ya en nuestro parlamento, Zapatero implanta el matrimonio de homosexuales al tiempo que anuncia a bombo y platillo por los medios de comunicación que el protestantismo, como el Islam, pasará a ser subvencionado por el Estado, al igual que la Iglesia católica, para acabar con desigualdades ancestrales. Lo cierto es que los evangélicos españoles somos particularmente sensibles a todo tipo de planteamientos, por subliminales que sean, que se hagan en nombre de la eliminación de desigualdades ancestrales. Posiblemente a causa de ello, en nuestros comunicados oficiales acerca del matrimonio homosexual no faltan alusiones a nuestra discriminación sistemática en la historia y a la todavía hoy falta de equiparación en derechos (¿a recibir subvención?) con respecto a la Iglesia católica.
En definitiva, se ve así la maestría de nuestro actual presidente del gobierno en materia comunicativa. ¡Qué arte para que, en nombre del nuevo evangelio postmoderno de la igualdad de derechos, los evangélicos, tradicionalmente preocupados tan sólo en seguir siendo fieles a la Biblia, lleguen hasta a identificarse con la causa homosexual, lo cual, dicho en términos de teología católica romana, significa asumirla, adoptarla, es decir, hacerla suya!
UN ESLABÓN PERDIDO
Pero la relación entre Castelar y Zapatero puede ser considerada todavía un poco más en detalle. ¿Podría existir un parentesco, digamos, teológico entre ellos? Intentemos verlo.
En el fondo, y aun en la forma, Castelar era todavía un católico. Heredó de su madre una disposición profundamente religiosa, del mismo modo que de su padre recibió sus convicciones liberales. Castelar era, pues, un católico liberal, lo cual en aquella época era algo más bien difícil de ver. Es más, se puede incluso decir que las convicciones democráticas de Castelar estaban asentadas sobre el fundamento de sus creencias religiosas. De hecho, en su primer discurso público, a los veintidós años de edad, Castelar definía así la democracia: “¿Queréis saber lo que es la democracia? […] Voy a defender las ideas democráticas si deseáis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los partidos ni a los hombres; pertenecen a la humanidad. Basadas en la razón, son como la verdad, absolutas, y como las leyes de Dios, universales”.
Para Castelar, pues, no había contradicción alguna entre democracia, verdad y Ley de Dios: eran todas absolutas, universales, por tanto objetivas, y propias de la humanidad. El nexo de unión de todas estas realidades se encontraría en el ámbito personal de la conciencia de cada uno. A la verdad absoluta se podía llegar tanto por las leyes de Dios como por la conciencia individual, si ésta era gobernada por un uso adecuado de la razón. La sociedad, por tanto, podía llegar a prescindir de su referente religioso para fundar su ordenamiento civil, puesto que bastaba tan sólo la racionalidad. En el fondo, en ambos casos, el fin tendría que ser análogo, porque se creía en la existencia de una ley natural, de la que la conciencia humana era expresión. Esta ley natural era análoga a la Ley divina, pero, una vez más, se accedía a ella únicamente a través de la razón. De este modo, situando el ordenamiento civil exclusivamente en el terreno secular, las naciones europeas se habrían evitado las traumáticas experiencias del pasado (la cuestión judía en España; la San Bartolomé y la persecución atroz de protestantes en Francia; las guerras de religión en Alemania, por poner sólo algunos ejemplos).
Sin embargo, en el espíritu liberal clásico que era el de Castelar, todavía había lugar para la presencia pública de la religión, siempre que no se aspirara al monopolio de la confesionalidad del Estado. De esta manera, por ejemplo, Castelar se manifestaba partidario, en el mismo discurso sobre la libertad religiosa, de la presencia en las Cortes, sede de la soberanía nacional, de representantes de la Iglesia católica; se mostraba también en alto grado respetuoso hacia la “religión de nuestros padres” y, significativamente, mostraba admiración por la estricta celebración del día dominical en los países protestantes, en contraste con los países católicos romanos y eslavos, atribuyéndolo, creemos equivocadamente, a la mayor libertad que los primeros, los protestantes, habían gozado históricamente, sin considerar en absoluto la influencia determinante en las costumbres ejercida por la enseñanza de la Reforma.
Como prueba de la importancia del cristianismo en su formación intelectual y personal, en el mismo célebre pasaje del “Grande es el Dios del Sinaí”, Castelar hace gala de un aceptable conocimiento bíblico, de la misma manera que en su discurso muestra un gran dominio no sólo de la historia de España, sino también de la historia de la Iglesia en nuestro país. Es, por otra parte, extremadamente significativo que Castelar se atreviera a hacer un llamamiento en nombre del Evangelio a la Cámara, lo cual significa que el Evangelio tenía que ser entonces un valor compartido social e incluso políticamente, ya que si no ¿a qué hacerlo?
En definitiva, eran otros tiempos y era otro liberalismo, anclado esencialmente en el optimismo antropológico propio de la Ilustración. El de Castelar, no planteaba una ruptura abrupta con “la religión de los padres”, sino que suponía un cambio suave en el proceso de secularización de la sociedad. La Constitución de 1869, por ejemplo, mantenía la oficialidad de la Iglesia católica romana al mismo tiempo que reconocía la libertad de cultos. Por su moderación, ésta tenía un gran parecido con la Constitución de 1978, la cual además proclama la aconfesionalidad del Estado. Esto último, por otra parte, no supone una ruptura con el catolicismo romano, debido al aporte teórico de Vaticano II, basado éste fundamentalmente en el llamado “humanismo integral” del filósofo Jacques Maritain, que postula el valor transcendente de la conciencia humana, aun en el contexto de las sociedades seculares. Al adoptar este discurso, la Iglesia católica romana asume finalmente los valores propios del liberalismo filosófico clásico. España puede dejar de ser oficialmente católica sin por ello dejar de seguir las directrices de la Iglesia católica romana. España, pues, sigue siendo, en el fondo, católica romana.
Esta visión moderada y optimista, propia Castelar y del liberalismo del siglo XIX, no tardaría en hundirse dramáticamente. El grabado de Goya, “El sueño de la razón engendra monstruos” se ha mostrado, en toda su crudeza, cierto. La visión positivista de la vida, de la que Castelar hace algunos escarceos en su célebre discurso, es llevada rápidamente hasta sus últimas consecuencias. Siguiendo a Darwin y a Freud, el hombre no es más que un animal, movido tan sólo para satisfacer sus instintos. No hay lugar para nociones tales como espíritu, conciencia o aun naturaleza humana. La religión deja de ser considerada como la expresión más genuina del espíritu humano, para ser una rémora del pasado que mantiene a las gentes en el estado de ignorancia; de este modo, las religiones no son más que instrumentos de dominación social y política. El hombre no será verdaderamente libre hasta que se vea libre de ellas.
Huelga decir que todo este discurso tiene una plasmación evidente en el terreno político. En una palabra, el poder deja de estar limitado. El Estado es una realidad meramente empírica, que tiene que desvincularse no sólo de los referentes religiosos, sino también de los morales. Ya no lo limita la tradición, puesto que el pasado está superado, o la idea de una ley natural, que desde la Edad Media había servido para limitar la función de los gobiernos, puesto que no existe una naturaleza humana propiamente dicha en el marco de un orden natural fijo y estable. De este modo, nacerán los totalitarismos (fascismo, comunismo), infinitamente peores que los peores despotismos del Antiguo Régimen. Las democracias liberales combatieron estos regímenes en la II Guerra Mundial y durante la “Guerra Fría”. Sin embargo, una contradicción profunda subyacía en ellas. En efecto, el fundamento filosófico en el que se asentaban las sociedades liberales era exactamente el mismo que el de los regímenes totalitarios, a saber, el materialismo radical, el cual, a su vez, no era más que el desarrollo lógico de las primeras ideas liberales.
Era, por tanto, inevitable el hundimiento, en las sociedades democráticas, del viejo consenso liberal, la Modernidad o modernismo. Y es precisamente lo que ocurrió en los años 60, con la llamada “revolución juvenil” en Europa y América. Es el nihilismo revolucionario, la negación de los valores establecidos, compartidos por el cristianismo y el viejo liberalismo, de la familia, la buena educación y el orden en la sociedad. La espiritualidad del movimiento viene suplida por el papel importantísimo de la música (rock, pop, y comienza el largo etcétera), el uso masivo de drogas, el llamado “sexo libre” (otra adaptación del nazismo y del comunismo), la importación de las religiones orientales y, finalmente, a eclosión del antiguo paganismo y ocultismo. En el plano ideológico y político, el movimiento supondrá la incursión a gran escala por entre las futuras elites intelectuales occidentales de las ideas del socialismo, desde el utópico, nacido ya al albor de las ideas liberales, hasta el “científico” o marxismo que se exhibía en el escaparate de los países del Este. Los grandes partidos de izquierda cambiarán así de rostro, pasando de su perfil tradicional obrerista a ser lo que en América se dio en llamar la “izquierda exquisita” o en España la “beautiful people”. Los hijos de las clases medias y altas serán los nuevos dirigentes izquierdistas tras su paso por la universidad.
EL ESLABÓN HALLADO
Nuestro presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, es el más bello exponente de este nuevo liberalismo, o postliberalismo, o postmodernismo, incluso postsocialismo, que no tiene gran cosa que ver con aquel antiguo liberalismo de Castelar. Es el primero de la generación de los 60 en llegar al poder, y se nota. La idea esencial del movimiento juvenil, la libertad absoluta del individuo, es llevada a las tareas de gobierno. La vida es un constante flujo en movimiento en la que no hay realidades permanentes. No hay nación, sólo ciudadanos. No hay familias, sólo individuos. No hay límites, sólo posibilidades. Por su metódica tarea de deconstrucción postmodernista de la realidad tal y como hasta ahora se ha conocido (nación y familia a la cabeza), y con el apoyo inestimable de los grandes holdings mediáticos a escala europea sino mundial, que propagan sus encantos y enmascaran sus muchos defectos y carencias, Zapatero es la persona más indicada para conseguir la tan ansiada y hasta ahora nunca conseguida cuadratura del círculo: el poder omnímodo para el Estado en democracia.
Puestas en fila, una detrás de otra, las diferencias entre Castelar y Zapatero, y de los liberalismos que ambos representan, son demasiado grandes y numerosas como para concebirlos conjuntamente. Sin embargo, la realidad es que ambos pertenecen al mismo árbol genealógico. Son especies distintas del mismo género, unidas entre sí por la misma línea involutiva.
¿Y cuál es, entonces, este nexo, el eslabón que los une? Pues retomemos por un momento la cita con la que abríamos el artículo: “Grande es Dios en el Sinaí (…) pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario”. Estas palabras no admiten lugar a dudas: el Dios del Sinaí, el Dios del Antiguo Testamento, no es el Dios del Calvario, el Dios del Nuevo Testamento. Como son dos dioses distintos, se desprenden de ellos dos religiones distintas: una la del poder y de la justicia implacable, y otra la del amor y del perdón misericordioso.
Es cierto que las palabras de Castelar pueden ser entendidas de manera algo más atenuada. Se podría decir así que se trata de una licencia retórica, una figura del lenguaje. Como ya hemos dicho, la retórica parlamentaria es más proclive a tales libertades. Sin embargo, esto sería conceder demasiado. Su afirmación acerca de Dios y de la religión es la base para su llamamiento al Parlamento en nombre, nada menos, del Evangelio. Si no fuera así, su llamamiento carecería de valor alguno.
Por otro lado, se podría también argumentar que la antítesis planteada por Castelar es la distinción teológica entre Ley y Evangelio, tradicional en el cristianismo. La oposición no sería entre dos dioses, sino entre dos mensajes de la misma revelación. Y, en efecto, la distinción entre la Ley y el Evangelio es el corazón mismo de la Reforma, no sólo de Lutero, sino también de Calvino y los reformadores, los puritanos y las confesiones de fe históricas hasta llegar a la Confesión de Westminster. La Ley es lo que Dios demanda al hombre y es, por tanto, condicional. El Evangelio es el mensaje de gracia incondicional de Dios al hombre, del que, en última instancia, sólo gozan los elegidos en Cristo.
Sin embargo, el alcance de las palabras de Castelar va mucho más allá. No se trata de dos mensajes distintos, pero unidos, de la misma religión, sino de dos religiones distintas. En este sentido, la teología reformada de la alianza o pacto ha distinguido la Ley y el Evangelio, el Antiguo y el Nuevo Testamento, pero siempre considerándolos como partes integrantes de la misma alianza, la misma religión si se quiere; y esa es, sin duda, la gran fuerza de la teología del pacto, que presenta adecuadamente la plenitud de la Biblia. La proclama de Castelar, pues, es la antítesis del principio anunciado por Calvino y consagrado en la Confesión de Westminster, de que “no hay dos pactos de gracia diferentes en sustancia, sino uno y el mismo bajo diversas dispensaciones”.[1]
Por lo tanto, está claro que, en la mente de Castelar, se trata de dos dioses distintos. Por lo visto, la diferencia básica entre ellos tiene que ver con sus dimensiones: el Dios del Sinaí es grande, pero el del Calvario es más grande aun. Es difícil no entender las palabras de Castelar en un sentido evolucionista, a saber, la idea de Dios y la religión misma está sometida a una constante evolución y mejora, hasta llegar a Jesucristo y el cristianismo, que sería la culminación definitiva de las aspiraciones espirituales de la humanidad, su expresión más plena. La religión, cristianismo incluido, es así fundamentalmente para Castelar un fenómeno empírico, positivista, natural. Esta comprensión guarda sorprendentes parecidos, por quedarnos sólo ahí, con la teoría de Wellhausen acerca de la formación del Antiguo Testamento. Evidentemente, la Biblia no sería en sentido estricto la Palabra de Dios, sino meramente un testimonio humano cualificado de la misma.
Esta sería, por tanto, la teología de Castelar, que es en todo punto la delliberalismo teológico clásico, decimonónico. La Revelación es disociada del desarrollo histórico registrado en la Biblia, del mismo modo, dicho sea de paso, que de las formulaciones doctrinales posteriores de la Iglesia. La Revelación, pues, no es objetiva, sino exclusivamente subjetiva; de existir realmente, tendría que ser situada en alguna parte, flotando, entre el cielo y la tierra, para llegar a hacer su sede de manera imprecisa en la conciencia humana, sea de los escritores de la Biblia, sea de nosotros sus lectores. El Dios que habla en las páginas del Antiguo Testamento no puede ser, pues, identificado con el verdadero Dios, el Ser Supremo del liberalismo, sino sería, como mucho, la expresión de una religiosidad antigua, tribal, la cual podría contener algunos elementos de verdad que desembocarían finalmente, tras mucha elaboración, en la religión cristiana.
En definitiva, la proclama de Castelar, político liberal, no es más que la expresión del más puro liberalismo teológico. Cabe preguntarse entonces si existen precedentes de este liberalismo teológico y filosófico que acabamos de describir, proclama incluida, o bien si éste nació como por generación espontánea en algunas pocas mentes ilustres, por allá el siglo XVIII. La Biblia nos puede dar un primer elemento de respuesta: “¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido” (Ecl. 1,10).
Lo cierto es que los precedentes del liberalismo son casi tan antiguos como el cristianismo: se trata del gnosticismo. Herejía que ya hace acto de aparición cuando el Nuevo Testamento estaba en fase de redacción, el gnosticismo tiene como punto básico de su ideario el rechazo del Antiguo Testamento como libro para la Iglesia, y del Dios del Antiguo Testamento como el Dios de los cristianos. Ejemplo paradigmático: Marción, quien alrededor del año 150 d.C. rechazaba el Dios Creador, el Antiguo Testamento, la ley de Moisés y tres de los evangelios; sólo aceptaba algunas de las epístolas de Pablo, pero expurgadas de citas del Antiguo Testamento; y adoraba al “Dios escondido” que se encuentra más allá de las Escrituras. Una figura ante la cual ha habido en la historia una división clara de opiniones: Policarpio de Esmirna (69-167 d.C.), le dijo a Marción a la cara que era el “primogénito de Satán”; para la tradición de la Iglesia, Marción ha sido el prototipo del herético; para el célebre historiador liberal alemán Adolf von Harnack (1851-1930) Marción fue “el fundador de una religión, un verdadero reformador, el primer protestante”.
Liberalismo es, pues, igual a gnosticismo. Pero todavía podemos adentrarnos un poco más para ver lo que ambos significan. La negación del Dios del Antiguo Testamento no se queda ahí, en el rechazo, como hemos visto anteriormente, de la idea de una revelación histórica y progresiva. Significa asimismo la negación del Dios Creador, del teísmo bíblico, es decir, la idea del único Dios verdadero diferenciado de su Creación y por encima de ella; en su lugar, el Dios gnóstico lleva el Universo en su seno, como la madre lleva a su hijo en el vientre; Dios, así, está en todo y todos, y, por consiguiente, todas las religiones lo contienen y expresan. Sin embargo, el universo ha sufrido una caída digamos metafísica, por el mismo hecho de existir. Toda la vida material, familiar, nacional, en suma, toda la vida (para entendernos, lo que de jóvenes llamábamos “el sistema”, así, a secas) es expresión de esta caída. La salvación, por tanto, no es más que la salida, la huida de la realidad, de lo recibido de los padres, de la vida, incluso de lo que soy y de mi identidad.
Inevitablemente, esta salvación gnóstica conlleva, es en sí, toda una agenda de subversión social y política, una suerte teología de liberación. Una subversión para la que el sexo se convierte en una poderosa arma, rechazando la sexualidad creacional (heterosexual, ligada al matrimonio y a la reproducción) para proclamar la homosexualidad como símbolo de la castración masculina ante la nueva divinidad femenina gnóstica y, consiguientemente, como medio para conseguir el fin del patriarcado y de su concepto análogo, la patria. En su lugar, viene lo andrógino, la paridad total entre sexos, sin importar que las mujeres son también por naturaleza madres y como tal tienen una función en la familia y la sociedad. El ideal es el individuo aislado, atomizado, sin vínculos familiares, monacal, por tanto, dicho sea de paso, extremadamente maleable en las suaves manos de un poder que deja las antiguas formas de autoridad para presentarse con “rostro humano” e incluso “entrañable”, aunque esté por ver lo que es capaz de hacer movido en su ira. Este nuevo ejercicio de poder es el más indicado para vencer suavemente, con mucha comprensión maternal, todas las diferencias humanas, con vistas a alcanzar la unidad de todos los hombres, países y religiones, y la fusión final de la humanidad con la Naturaleza… Tan antiguo como el gnosticismo. Tan moderno como el mundo en el que vivimos y el país que gobierna Zapatero.
En definitiva, este antiguo gnosticismo, el liberalismo clásico y el neo-liberalismo o nuevo paganismo en el que nos encontramos ahora son, en substancia, una misma cosa. Es decir, comparten la misma esencia: el rechazo del Dios Creador y de la Providencia, el Dios del Antiguo Testamento. Lo que varían son los accidentes. El liberalismo clásico es en realidad una fase de transición, de la misma manera que un bilingüismo es la fase intermedia entre dos monolingüismos: todavía muy cercano del antiguo consenso del cristianismo, sigue beneficiándose en alguna medida de él; sin embargo, lleva inscrito en su código genético la enfermedad degenerativa que, en el transcurrir del tiempo, no dejará de hacer acto de aparición.
La proclama de Castelar, “Grande es el Dios del Sinaí, etc.” siempre ha gozado de un amplio eco entre los evangélicos españoles. Esto fue explicable en su día, por el efecto que tuvo para la obtención de la libertad religiosa, pero sorprende que siga siendo entre nosotros una especie de icono al que se tenga que rendir pleitesía, si es que se quiere ser considerado un verdadero evangélico. Lo realmente preocupante es que denota un estado de espíritu que es incompatible con nuestras creencias fundamentales como evangélicos, tal y como hemos intentado poner de relieve. Más preocupante todavía es que se den muestras públicas de simpatía hacia cierto tipo de comportamientos, abiertamente contrarios a la Escritura, que incluso por lo que los antiguos llamaban la “luz natural” sólo pueden ser justificados en base a un concepto gnóstico y postmoderno de la libertad absoluta y del carácter inalienable de todos los derechos, habidos y por haber, del individuo. Verdaderamente aterrador es comprobar que tampoco faltan voces hoy en nuestro mundo evangélico que se alzan propugnando un llamado “lenguaje integrador” acerca de Dios, es decir, que hablemos de Dios también en femenino. Y lo peor es que todo esto está unido entre sí, que lo último se desprende de lo primero como estos barros provienen de aquellos polvos, y que no es seguro que estemos dispuestos a renunciar a estos últimos porque nos parecen esenciales para lo que se llama nuestra identidad evangélica.
Tarde o temprano, sin embargo, será necesario decantarse. Si se continua en comunión con este espíritu postmoderno actual, embargándonos con su encantadora espiritualidad femenina, en lenguaje veterotestamentario, fornicando con ella, se volverá, será inevitable, a la mariolatría. Sería éste un paradójico final, absolutamente dramático, máxime teniendo en cuenta que, no hace mucho tiempo, hubo una generación de evangélicos españoles (a saber, la más cercana a la Guerra Civil, pero incluso en los años 60) que sacrificó el ir a la escuela y tener una buena formación con tal de no ser partícipe de los ídolos. “¿Tantas cosas habéis padecido en vano? si es que realmente fue en vano” (Gál. 3,4).
EL ESLABÓN COMPARTIDO
Habiendo dicho todo esto, podría resultar fuera de lugar hacer entrar algunas consideraciones acerca del recién elegido papa, Benedicto XVI. Asociarlo a Castelar o Zapatero podría parecer un enorme desatino. En nuestros círculos evangélicos, siguiendo las reseñas de los medios de comunicación seculares mayoritarios, se le presentará, sin duda alguna, como la personificación de lo más retrógrado y conservador de la Iglesia católica romana. Ello se debe a haber sido presidente de la Congregación para la doctrina de la fe (el equivalente, como siempre se recuerda, de la antigua Inquisición) y por ser el responsable del famoso documento Dominus Iesus, que en el año reafirmaba a la Iglesia católica romana como la única iglesia verdadera. Lo cual, ciertamente, no sentó muy bien de cara al diálogo ecuménico, aunque no dijera nada nuevo.
Esta caracterización, sin embargo, necesita ser corregida un tanto. Sin duda, Ratzinger ha tenido actuaciones que pueden ser consideradas como conservadoras, pero hay que hacer atención a las simplificaciones, sobretodo tratándose de la Iglesia católica romana. En 1981, Ratzinger fue nombrado presidente de la Congregación para la doctrina de la fe, pero fue también nombrado presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, institución oficial del Magisterio, encargada de marcar la línea oficial en los estudios bíblicos y exegéticos. Conviene entonces recordar que Ratzinger es el responsable de laapertura definitiva de la Iglesia católica romana a la Alta Crítica liberal de la Biblia.Por consiguiente, en un país como España, el mayor agente de teología liberal no son los coqueteos, por peligrosos que sean, de los evangélicos con el liberalismo, sino la Iglesia católica romana misma. En este sentido, para situar cabalmente a Ratzinger sólo hace falta tener presente que a principios del siglo XX, el papa Pío X condenaba en varios documentos el liberalismo teológico, y que incluso impuso un voto al clero en el que calificaba al liberalismo como “la síntesis de todas las herejías”. ¿Se trata de la misma Iglesia católica romana? ¿Del mismo papa? Evidentemente, no.
Ratzinger representa, sobretodo, la moderación en la orientación liberal de la Iglesia católica romana de Vaticano II. Intenta guardar lo distintivo del catolicismo romano, sin por ello renunciar a mantener la apertura a los nuevos tiempos. Además de ello, hay que tener presente que Benedicto XVI es, seguramente, uno de los papas con mayor formación teológica de toda la historia, que ha mostrado además una especial predilección por el diálogo ecuménico y religioso, especialmente por las relaciones con el judaísmo. En este sentido, el papa sabe perfectamente el terreno que pisa y, por lo tanto, es hasta previsible que pueda dar algún sonado golpe de efecto en relación con el judaísmo y, consiguientemente, con el Islam (por aquello de las tres religiones monoteístas). Verdaderamente, Ratzinger es muy capaz de sorprendernos a todos.
Un pequeño ejemplo, bastante significativo. En el documento tantas veces denostado como exponente de lo más rancio del catolicismo romano y como expresión de su oposición inquisitorial al ecumenismo, Dominus Iesus, Ratzinger, como responsable del documento, hizo una afirmación que nos parece de un atrevimiento sin par: las “semillas de la Palabra”, es decir, de Cristo, se encuentra también en los libros sagrados de las otras religiones.[2] La Iglesia católica romana puede, así, asumir dichas “semillas de la Palabra”, es decir, puede asumir parcialmente otras religiones y presentarse así como la plenitud de todas ellas.
En particular, creemos que Ratzinger es la persona más apta para sacar a la Iglesia católica romana del “jardincito” en el que se metió con la afirmación de Juan Pablo II en 1980, que no hacía más que explicitar lo afirmado de manera subliminal en Vaticano II, de que la Antigua Alianza de Dios con Israel “nunca ha sido revocada”. Esta ha sido una cuestión que Ratzinger ha tratado, como mínimo, durante los últimos treinta años y ha mostrado un especial interés por el tema bíblico de la alianza, del que ha escrito artículos y libros. Su posición con respecto a Israel no aparece completamente definida, pero es todo menos tradicional. Se puede apreciar algo de esto en las ambigüedades (sin ninguna duda, del todo deliberadas) del Catecismo de la Iglesia Católica en su enseñanza acerca de los judíos, a saber, no está del todo claro si la salvación de “todo Israel” se deberá o no a una conversión histórica previa al regreso de Cristo.[3] En 1992, Ratzinger fue el responsable de presentar el nuevo catecismo a Juan Pablo II.
Finalmente, como presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, Ratzinger ha sido el responsable último de un documento oficial del Magisterio, cuyo título se explica por sí solo: El pueblo judío y sus Santas Escrituras en la Biblia cristiana.Las Santas Escrituras judías: es así como se denomina al Antiguo Testamento. Las concesiones al judaísmo en este terreno son absolutamente asombrosas. La lectura judía del Antiguo Testamento, que prescinde de considerar a Jesucristo, es considerada una lectura “posible” y “análoga” a la cristiana (§ 22); se afirma que el cumplimiento del Antiguo Testamento por Jesús no es más que una “percepción retrospectiva, cuyo punto de salida no se sitúa en los textos como tales” (§ 21), es decir, no tiene nada que ver con el sentido literal del texto; de esta manera, el desacuerdo con el pueblo judío actual acerca de Jesús y el Evangelio se sitúa simplemente en el terreno de la “creencia” (§ 87), es decir, si se entiende bien, que es un factor de orden subjetivo; por consiguiente, la apropiación del Antiguo Testamento como libro cristiano se acepta solamente sobre la base de la apropiación “kerygmática” del Nuevo Testamento y, en última instancia, por la adopción o asunción hecha por la Tradición. En esta perspectiva, huelga decirlo, el Antiguo Testamento no es en modo alguno normativo para la Iglesia, ni siquiera Palabra de Dios, más allá de lo que la Iglesia tenga a bien a reconocerle. La inspiración divina no afecta al texto como tal, sino a las verdades de la fe que la Iglesia discierne en él y/o a través de él. Maravillosa manera de desprenderse finalmente del Antiguo Testamento. La religión que él contiene es religión positiva, natural, meramente humana, pormenorizada con tanto talento por Wellhausen.
A partir de ahí, todas las consecuencias se derivan necesariamente.
Benedicto XVI y Zapatero, ¿amigos para siempre?. No, si todavía lo veremos; la vida da muchas vueltas y, últimamente, muy deprisa.
Sin embargo, oiganlo bien, indudablemente, ¡grande es el Dios del Sinaí!
“Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino Él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS (…) De Su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y Él las regirá con vara de hierro; y Él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en Su vestidura y en Su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Apoc. 19,11-16).
Efectivamente, ¡grande es el Señor Jesucristo!
[1] Confesión de Fe de Westmiister VII.6.
[2] Dominus Iesus § 8. Para quien le interese, el documento está disponible en la página web del Vaticano.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, (s.l.: Asociación de Editores del Catecismo, 1993), § 674-675, p. 161. El interés de este texto estriba en que, por la combinación de citas bíblicas, el regreso de Cristo es calificado como un hecho por el cual Israel obtiene misericordia. De esta manera, se puede afirmar la existencia de un “camino particular” de salvación para el pueblo judío, independientemente de que haya o no conversión. De hecho, la perspectiva que este texto ofrece de la salvación de Israel es la “restauración universal” (apokatastasis), que aparece citada en el texto de Hechos 3,21. En la enseñanza de Orígenes, y normalmente en teología, apocatastasis viene a significar salvación universal, de todos los incrédulos e impíos inclusive.
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Jorge Ruiz Ortiz. Artículo publicado en “Nueva Reforma”, nº 70, (julio-sept. 2005), pp. 6-13.
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